Nunca fui un príncipe que huyera de sus problemas, pero en este preciso momento pensaba en enterrarme la corona en mis ojos y morir trágicamente, como muchos de mi ascendencia habían hecho.
Y aunque yo siempre había respetado las decisiones de mis profesores, el profesor —y maestro de la corona—, Dlummer, se estaba volviendo loco.
Entendía que parte de estar en la escuela para realezas consistía en trabajar codo a codo con otros jóvenes príncipes, pero esto ya estaba rayando en lo ridículo.
¿A quién diablos se le ocurrió la espantosa idea de hacerme trabajar con la princesa Sepia Elizabeth Donelli?
Yo podía trabajar con princesas, ese no era el problema.
También era capaz de trabajar con reinos enemigos, ese no era el obstáculo.
Tampoco se trataba de su apariencia, aunque yo no consideraba apropiado que una princesa heredera tuviera mechas de colores, piercings y probablemente unos cuantos tatuajes; aún con todo eso, su apariencia era la menor de mis preocupaciones.
El problema era ella. Sepia era un problema con corona. Una corona más importante que la mía.
Sepia Elizabeth Donelli me parecía la persona más irresponsable, apática, grosera y carente de modales que había tenido la desgracia de conocer. Desde los primeros años de colegio nunca pareció tener respeto alguno por la autoridad o jerarquías, y cientos de veces ni siquiera tenía la decencia básica de limpiar sus zapatos al entrar a clase; ¡¿Por qué los ensuciaba tanto?!
Y aunque sus calificaciones eran casi perfectas, no eran tan convincentes como para que yo pudiera considerarla una princesa con la inteligencia suficiente como para saber en qué momento era oportuno cerrar la boca.
Para mí, Sepia era una inestable bomba de tiempo de la que, según parecía, nadie notaba su peligro.
Sentía pena al pensar en sus futuros súbditos.
—No —dije acercándome al escritorio del profesor Dlummer una vez terminada la clase —.Me niego.
Él me miró confundido, aún así quise mantener las etiquetas y me negué a decir lo que me molestaba en voz alta, ya que Sepia aún estaba sentada al fondo del salón, me sentí un poco mal al pensar en que, quizá ella estaba esperando que nos pusiéramos de acuerdo para el trabajo.
Negué intentando señalar a Sepia con la cabeza. —No va a pasar, profesor.
Una sonrisa traviesa se asomó en sus labios, que ya dejaban ver unas cuantas arrugas. —¿Qué es lo que no va a pasar, alteza?
—Usted sabe, profesor —dije mirándolo a los ojos, uno de ellos más blanquecino que el otro.
—No, no sé. —Su tono dejaba ver que, en efecto, sí sabía y se divertía con mi sufrimiento.
—La princesa —susurré.
—Princesa heredera —acotó.
Dejé escapar un resoplido más alto de lo apropiado.
—Profesor.
—¿Qué tan difícil es trabajar con una princesa? —soltó en voz alta, sin preocuparse por que ella nos escuchase. No pude evitar mirar de reojo para asegurarme de que ella no estaba enterada de esta conversación.
—No quiero averiguarlo —dije. —¿No puede asignarme otra pareja?
El leve sonido de unos tacones se hizo presente, y, contra mi voluntad, sentí como toda mi sangre se juntaba en mis pies, nunca me había gustado la confrontación.
—Yo también quisiera un cambio, profesor —dijo una voz femenina que, a pesar de casi no escucharla, sabía a la perfección a quién pertenecía.
El profesor Dlummer dejó salir una risita. —Creí que usted era más tolerante, alteza.
—Sería una pérdida de tiempo intentar hacer un trabajo con alguien cuyo ego es mayor a su inteligencia —dijo Sepia. La miré con detenimiento sin saber muy bien que tan correcto sería rebajarme a su nivel.
—No hay cambios, chicos —dijo el profesor. —Y aunque parece interesante, no me interesa formar parte de esta conversación.
Ambos miramos al profesor guardar sus cosas en su maletín.
—Pero… —dijo Sepia, a lo que fue frenada en seco.
—No hay cambios.
De nuevo se me escapó un suspiro que se asemejaba a un grito ahogado.
—Con su permiso, altezas —dijo haciendo una reverencia antes de desaparecer por la puerta del salón.
Conté mentalmente cada uno de los mosaicos que me separaban de la puerta, veintitrés, tentado a escapar de la risible situación, fui interrumpido de nuevo por la voz de Sepia.
—¿Y bien?
—¿Bien qué?
—El proyecto. —Su rostro irradiaba molestia, como si esta conversación no fuera merecedora de que ella formara parte.