—Alteza, ¿qué piensa? —preguntó el consejero de mi padre mientras me miraba a la expectativa, pensar en una mesa rodeada de hombres viejos y estirados no era fácil.
—No hubo heridos —dije. —Y dudo que sea posible dar con los culpables.
—¿Qué significa eso? —preguntó el senador, un hombre un tanto más joven que el promedio de esa mesa. Sus manos se apretaron en puños sobre la mesa y sus nudillos tomaron un tono blanco, contrastando con el café de la madera.
No se veía muy contento.
—Que deberíamos concentrar la atención en reforzar la seguridad, no en preparar penitencias para culpables que jamás encontraremos.
Mi padre asintió, con una sonrisa ladina. —Y, ¿qué sugiere, alteza?
—Como ya he hecho en ocasiones anteriores, deberían permitir guardias vestidos de civiles en las afueras del palacio.
—Y como ya le han dicho en ocasiones anteriores, eso no es posible. —El coronel Lewis, otro hombre joven, se irguió en su asiento y me miró con un aire de superioridad que podría ser castigado si yo fuera una princesa vengativa.
Yo no era una princesa vengativa.
Yo no era una princesa vengativa.
Pero mi padre sí.
—Lewis, ¿por qué no se podría? —preguntó con una curiosidad muy bien fingida.
—Sería muy complicado planear dicha logística —contestó con un poco más de respeto. —Además, el uniforme les brinda ese sentimiento de responsabilidad y deber a los guardias, el no tenerlo podría propiciar distracciones o interacciones indebidas con aquellos ajenos al palacio.
—Yo no pregunté eso, coronel —dijo mi padre, el rey. —Le pregunto, ¿por qué no le es posible seguir las indicaciones de su futura reina?
El coronel Lewis se sonrojó levemente y agachó la cabeza, aunque mi padre era conocido por ser el rey más bondadoso de los nueve reinos, eso no lo hacía una persona amigable.
—Si, majestad —dijo apenado. El resto de presentes solo observaban sin intervenir.
—Nada de majestad, alteza —dijo.
Me tardé en comprender a lo que se refería, pero entonces el coronel Lewis dirigió su atención hacia mí y me dedicó una reverencia de cabeza.
—Lo lamento, alteza, atenderé su petición lo más pronto posible.
Mi padre asintió satisfecho.
—Gracias. —Articulé.
Con una mirada papá logró que todos esos hombres petulantes se fueran de la habitación en menos de un minuto, no sin antes presentarnos sus respetos y reverencias.
Más a mi padre que a mí.
Me pregunté si algún día yo podría ser el tipo de monarca que él era.
Rápidamente me quité esa idea de la cabeza.
Yo era yo porque aborrecía mi corona, y eso no podía cambiar.
—Ahora —dijo en cuanto nos dejaron solos. —¿Por qué quieres guardias encubiertos?
A decir verdad, no lo sabía.
Cuando lo propuse creí que sería una buena forma de doblar el número de guardias sin que los rebeldes se dieran cuenta, y al mismo tiempo evitaríamos dar la impresión de ser un reino militarizado.
Con los militares de Almea ya era suficiente.
—Nunca se tienen suficientes guardias. —Esperé que mi tono no delatara el miedo que inspiraba mi padre en mí; a pesar de ser un padre amoroso y comprensivo, como rey era estricto, rígido, exigente.
Me miró unos segundos, valorando mi petición.
—No quiero que los súbditos vean Easthley como un reino repleto de armas.
Silencio.
—Creo que mandar guardias vestidos de civiles a cada región del reino podría ayudar a mejorar la seguridad sin sacrificar la sensación de normalidad.
Una sonrisa se asomó en sus labios. —Parece que sabes lo que haces.
Asentí.
—Sería más fácil atender sus peticiones —comenté, con miedo de empezar una discusión.
—Eliminar los círculos es imposible, por ellos somos lo que somos, Sepia.
Sí, por ellos somos lo que somos.
—¿Qué sabes de los otros reinos atacados?
—Nada, Sepia. —Su tono cortante se hizo presente. —Los otros reyes no quieren que se sepa nada.
Asentí, no me gustaba la sensación de ser una princesa de mentira.
Mis propuestas eran tomadas en cuenta, siempre y cuando no fueran a favor de ellos.
Miré la hora en el reloj de pared, aún tenía un par de horas antes de las cinco.