Proyecto Landas

Capítulo 8: Las cosas que no se dicen

La luz de la cocina era tenue, como si también dudara de quedarse. Mi madre estaba allí, removiendo el café con esa precisión que solo alguien que necesita rutina puede tener.
Yo me senté frente a ella. No por hambre. Por necesidad. Por ese impulso de comprobar si ella también sentía que algo se estaba desmoronando.

—¿Dormiste? —preguntó sin levantar la vista.

—Lo suficiente para no desmayarme en clase —respondí, fingiendo normalidad. Aunque sabía que mi voz no engañaba a nadie.

—¿Y el proyecto de astrofísica?

—En proceso. Como todo lo demás.

Ella se giró. Me miró. No con ternura. Con esa mezcla de culpa y precaución que solo los secretos largos pueden provocar.
Su mano tembló. El café derramó una gota sobre la encimera. No la limpió. Lo digo porque mi madre es fanática de la higiene. Si no limpió, es porque algo más fuerte la estaba desordenando por dentro.

—¿Te pasa algo? —preguntó, como quien lanza una red sin saber si hay peces.

—¿Por qué lo preguntas?

—No sé. Estás más callada de lo normal. Y eso ya es decir mucho.

—Tal vez porque no hay nada que decir.

—O tal vez porque hay demasiado —dijo, bajando la voz.

Me quedé en silencio. No por falta de palabras. Por estrategia. Porque no iba a darle nada. No aún.

—¿Has hablado con Nikolai? —preguntó, como si fuera una pregunta casual.

—¿Por qué lo haría?

—No sé. Pensé que quizás... después de todo.

—¿Después de qué?

—De lo que pasó en el campamento.

—Eso fue hace años.

—Pero no se borra tan fácil.

—No si uno quiere borrarlo —dije, clavando la mirada en mi taza.

Ella suspiró. Largo. Como si el aire le pesara.

—Lilith... hay cosas que no se pueden explicar con palabras.

—Entonces no las expliques.

—Solo quiero que estés bien.

—Estoy bien —mentí.

—No lo parece.

—Tú tampoco lo pareces —solté, sin pensarlo.

Se quedó quieta. Como si no esperara que yo devolviera el golpe. Como si no supiera que yo también sabía jugar a eso.

—¿Has estado en el armario del pasillo? —preguntó, cambiando de tema. O intentando hacerlo.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque había una caja. Y ahora no está.

—¿Y qué tenía?

—Cosas viejas. Nada importante.

—Entonces no importa dónde esté.

—A veces lo viejo es lo que más pesa —dijo, mirando el vapor del café como si le hablara.

—O lo que más se quiere esconder.

Nos quedamos en silencio.
Ella frente a su taza. Yo frente a la mía.
Dos mujeres que se conocen demasiado.
Y que, por eso mismo, no se dicen lo que realmente importa.

—Si alguna vez encuentras algo que no entiendes... —empezó a decir.

—¿Qué?

—Déjalo estar.

—¿Por qué?

—Porque no todo lo que se descubre trae respuestas. A veces, solo más preguntas.

—¿Y tú qué has descubierto?

—Lo justo para saber que hay cosas que es mejor no tocar.

—¿Y si ya las toqué?

Ella me miró. Por primera vez en toda la conversación, me miró de verdad.

—Entonces ten cuidado con lo que haces después.

Me levanté. No dije nada más.
Porque si lo hacía, iba a romper algo.
Y aún no sabía si quería romperlo... o dejar que se rompiera solo.

(...)

Al día siguiente, la universidad olía a café barato y a ansiedad. El cielo estaba despejado, pero yo no.
Entré al aula de astrobiología. El profesor ya estaba allí, escribiendo en la pizarra con una energía que parecía sacada de una película de ciencia ficción.

—Buenos días, partículas pensantes —dijo sin girarse—. Hoy hablaremos de evolución estelar. De cómo las estrellas nacen, viven y mueren. Como nosotros. Solo que con más estilo.

Se giró. Era joven, pero con ojos que parecían haber leído demasiado. Se llamaba Profesor Adler, y tenía fama de excéntrico, brillante y un poco insoportable.

—Las estrellas no solo brillan. También recuerdan. Y ustedes, si quieren aprobar, tendrán que demostrar que saben escucharlas.

Malik se sentó a mi lado. Me saludó con una sonrisa tranquila, como si el universo no estuviera colapsando.

—¿Listos para convertirnos en polvo cósmico con título universitario? —susurró.

—Solo si el polvo incluye café —respondí.

El profesor continuó:

—Quiero que trabajen en parejas. Proyecto final del módulo: evolución estelar en sistemas binarios. Entregan en una semana. Y no me vengan con excusas tipo "mi estrella explotó".—dijo con voz imitando la voz de un niño pequeño.

Toda la clase se río por la imitación que hizo.

Malik me miró. Levantó una ceja.

—¿Te apuntas conmigo?

—Solo si prometes no usar metáforas galácticas para coquetear.

—Prometo usar solo las necesarias.

(...)

Después de clase, fuimos a una cafetería estilo alemán que Malik conocía. Pequeña, con madera oscura, vitrinas llenas de pasteles imposibles y una carta que parecía escrita por un poeta hambriento.

Pedimos dos cafés y una porción de "Apfelstrudel Nebuloso".

—¿Sabías que los alemanes tienen una palabra para todo? —dijo Malik—. Incluso para el placer de ver caer a alguien que te cae mal: "Schadenfreude" (daño/alegría).

—¿Y hay una para el miedo de descubrir quién eres?

—No sé. Pero si no existe, deberías inventarla.

Nos reímos. No mucho. Pero lo suficiente para que el silencio entre nosotros se sintiera cómodo.

(...)

—¿Alguna vez te has enamorado de alguien? —pregunté, sin mirar directamente. Fingía interés en el café, pero lo que quería era leer su reacción.

Malik se quedó en silencio unos segundos. No incómodo. Más bien como si estuviera eligiendo con cuidado cada palabra.

—Una vez —dijo al fin—. No fue como en las películas. No hubo fuegos artificiales ni música de fondo. Solo... una sensación. Como si el mundo se volviera menos ruidoso cuando esa persona estaba cerca.



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En el texto hay: pasado oculto

Editado: 15.10.2025

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