Mientras me alejaba por el cielo, la figura de Mila quedó atrás, desvaneciéndose en la oscuridad de aquella cancha. Su cuerpo inmóvil fue lo último que vi antes de perderme entre las nubes, con un nudo en la garganta que apenas me dejaba respirar.
Tras unos 10 minutos de vuelo errático, aterricé frente a un edificio abandonado de una calle llamada Beacon St., en Boston. El lugar estaba sumido en penumbras, silencioso, casi olvidado por el tiempo. Subí las escaleras hasta los apartamentos de la mitad y entré en una habitación vacía. Me dejé caer contra la pared, sentado en el suelo, con la mirada fija en la puerta. Afuera era demasiado peligroso; allí, aunque limitado, sentía un poco más de seguridad.
Mientras mi mente giraba en torno a un solo pensamiento —cómo sacar a Mila del laboratorio—, algo me estremeció. Una sensación cálida me recorrió el cuerpo, la misma que había percibido en otras ocasiones. No era amenaza, al contrario: era familiar, reconfortante. Alcé la vista hacia el rincón desde donde provenía esa energía y una sonrisa se dibujó en mis labios. Lo sabía. Era ella.
...
Dormí apenas un par de horas y desperté sobresaltado, con el corazón acelerado. No planeaba quedarme dormido; mi intención era sacar a Mila durante la noche, pero ya era demasiado tarde. El estruendo del exterior me devolvió por completo a la realidad: helicópteros sobrevolaban sin descanso, rugiendo como si estuvieran en cada rincón del cielo.
Me incorporé del suelo con torpeza y comencé a buscar algo que pudiera cubrirme el rostro. En la habitación solo había un mueble viejo y una maleta apoyada a un costado. Abrí el clóset y lo único que encontré fue una bufanda de cuadros de colores apagados y oscuros, junto con unos zapatos negros. Revisé la maleta: estaba llena de ropa arrugada. Saqué un suéter gris gastado y un pantalón deportivo negro, un par de tallas más grande de lo que necesitaba. Tomé también la bufanda del clóset y, al fondo de la maleta, hallé un gorro negro. Me vestí deprisa, ocultando cuanto pude mi rostro.
Con todo encima, bajé las escaleras en silencio. Mi único objetivo era pasar desapercibido, evitar cualquier enfrentamiento.
Salí por una rendija que daba a un callejón. Todavía no había nadie allí, así que me apresuré hacia la calle. Miré a la izquierda y, para mi desgracia, un grupo de soldados esperaba a que alguien se atreviera a salir por la calle principal. Sin pensarlo, caminé en dirección contraria al caos, pero al levantar la vista hacia el frente me encontré con un retén inspeccionando a cada persona que entraba y salía.
No tuve más opción que retroceder al callejón. Necesitaba pensar, preparar un plan. Moverme por el aire era imposible: más de seis helicópteros rodeaban la zona, y apenas podía creer que aún no me hubieran visto. La calle estaba repleta de gente, demasiada para ser de madrugada... pero eso me dio una idea.
Volví a salir con cautela y, mezclándome entre la multitud, me acerqué a una persona. Le tomé la mano con suavidad, despacio, para que no se asustara ni llamara la atención.
—Necesito que me ayude.. — Dije casi susurrando
— ¿Acaso te perdiste, pequeño?
—¿Podemos hablar allá? Es que... tengo miedo aquí — dije fingiendo, aunque la voz me temblaba de verdad. Señalé el callejón donde había estado escondido antes.
—Podemos ir con aquel policía para que te ayude, ¿sí? — propuso ella, desconfiada.
—¡No! —solté demasiado rápido, casi en un grito—. Lo que pasa es que... necesito que alguien me ayude a encontrar algo, y no... no veo bien.
Ella me miró con duda, pero terminó asintiendo.
—Bien... vamos. Te ayudaré.
La tomé de la mano con fuerza y la llevé al callejón. Apenas cruzamos la penumbra, me detuve en seco y la miré fijamente.
—Necesito que me lleves a tu casa — dije con un hilo de voz, señalando el cielo donde los helicópteros seguían girando alrededor—. Todo esto... es por mí.
—¿Por ti? — su expresión se endureció—. Eres solo un niño, ¿por qué sería esto por ti?
—Por favor — supliqué, sintiendo la garganta cerrarse—. Estoy en peligro. Solo ayúdame. Te lo explicaré cuando esté a salvo... lo juro.
Contra todo pronóstico, accedió sin demasiada resistencia. No lo pensé dos veces: la sujeté de nuevo y me cubrí el rostro. Ella me guió hasta un edificio de la misma calle; entramos rápido, sin detenernos, directo al ascensor. El zumbido metálico del motor me hizo estremecer mientras ascendíamos ocho pisos en un silencio sofocante.
Nos detuvimos en el departamento 240. Apenas cruzamos el umbral, me quedé inmóvil en el corredor, observando cada esquina, cada sombra. El aire olía a encierro.
—¿Hay cámaras aquí? —pregunté al fin, casi en un susurro, con la sensación de que en cualquier momento alguien descubriría dónde estaba.
Ella solo me miró y me analizó por unos segundos como si estuviera tratando de adivinar mis pensamientos. Su mirada no era de angustia o temor, era todo lo contrario, estaba tan tranquila.
—No te preocupes, Dylan… — dijo con voz suave mientras sonreía—. Ya sabía que vendrías.
Mis músculos se tensaron de inmediato. ¿Cómo sabía mi nombre? Retrocedí un paso, listo para escapar, pero ella levantó las manos despacio, en un gesto de paz.
—Tranquilo. Conocí a tus padres.— Sus palabras cayeron sobre mí como un golpe, me recorrió un escalofrió gigante ¿Mis padres? —. Prometí que, si algo así ocurría, estaría aquí para ayudarte a ti… y a Mila.
El aire se me atascó en los pulmones. Nadie hablaba de mis padres. Nadie. Y sin embargo, aquella mujer de mirada decidida y unos treinta y tantos años me decía que me había estado esperando. Nunca conocí a aquellas personas de las que me hablaba y aun así sentía la confianza que estaba buscando.
Editado: 07.09.2025