Día 1
Máquense Woods.
La bruma de lo que necesitaba y deseaba. Había salido de la universidad donde cursaba su quinto semestre de carrera profesional, estaba tan cansada que lo primero que haría al llegar a su departamento, sería acostarse y sumirse en un largo sueño que durara hasta la mañana siguiente. Sus pies la mataban y la cabeza le dolía horrores, el conjunto de libros se apilaba en su brazo y dentro de la mochila, porque entre contenedores vacíos de comida, una botella de agua y varios documentos más, no había manera de que aquellos libros entraran sin maltratarse.
Caminó derecho por la calle Thomas Brums, el mismo camino de cemento que durante poco más de dos años la había llevado a la estación del metro subterráneo. Encontró al peculiar vagabundo joven sentado sobre una alfombra de cartón, pero a diferencia de hace un año, en el que todavía dejaba algunas monedas en su taza cubierta de mugre, ahora no lo hizo. Le molestó el hecho de que en la primavera pasada, aquel hombre— aparentemente inofensivo— quisiera sobrepasarse con ella ofreciéndole unos cuantos centavos a cambio de tener sexo en una habitación de hotel. Máquense pasó derecho, ignorándole y evitando su mirada de arrepentimiento.
Bajó las escaleras hasta llegar a la parada en donde la enorme oruga de metal se detendría. El viento le caló los huesos, le pegó en los labios y le raspó la nariz; era un lugar subterráneo y las corrientes de aire le helaban cada centímetro de la piel.
Como siempre, como se había vuelto una costumbre y necesidad de todos los días, la chica esperó a que algún vagón se detuviera. Máquense midió su distancia, pues aun recordaba los asesinatos que ocurrieron en Nueva York durante los últimos años. Había leído noticias de personas que eran empujadas a las vías y terminaban en una muerte espantosa: decapitados, destrozados o algunos vivos para morir minutos después en los hospitales.
Finalmente lo escuchó; el zumbido aterrador que parecía gritar, o más bien agonizar.
La estación estaba más vacía de lo normal. En ella había únicamente una pareja de dos hombres que, gustosos por las modernidades del siglo veintiuno y la época navideña próxima, se besaban felices. El viento le sopló en la cara casi congelada, y ni aunque hubiera portado el suéter más cálido de su armario podría haber regulado su temperatura.
Cuando las puertas se abrieron, ella se dispuso a entrar, sin embargo, en su trayecto para ganar un lugar seguro antes de que el maldito transporte se pusiera en marcha, tropezó con una sombra extraña.
—Disculpa —dijo luego de atropellar el brazo del desconocido.
Él la miró por encima del hombro.
—Descuida, no hay problema —le dijo con una sonrisa.
Máquense nunca había sido buena prestando atención a los detalles, mucho menos a las personas, no obstante este sujeto se volvió objetivo de su interés visual.
El hombre se hallaba recargado en uno de los tubos para sujetarse, había más asientos vacantes a su alrededor pero no se le veía interesado en ocupar uno. Con una mano se sujetaba y con la otra posiblemente estaría enviando mensajes de texto en su celular. La joven universitaria no pudo dejar de verlo; era guapo, sobresaliente de cualquier muchacho atractivo con el que ella hubiese tenido el gusto de hablar. Vestía la mayor parte de su cuerpo ropa negra y un gorro de lana que dejaba escapar algunos mechones oscuros y rebeldes. Se trataba de un joven blanco, chamarra de cuero y unos ojos tan claros que brillaban a pesar de la escasa luz.
En un sorpresivo acto de descubrimiento, él levantó la mirada y pudo ver a la joven observándolo. Le sonrió, miró cómo las mejillas se le sonrojaban a ella, pero no se atrevió a decirle nada.
Un mensaje llegó al teléfono de Máquense, lo revisó y de inmediato lo descartó cuando no fue nada que llamara su atención. En el colegio había aceptado entrar a un grupo de tareas, así que los mensajes eran contundentes; estudiantes pidiendo información o consejos sobre los trabajos aplicados en cada sesión.
La joven levantó la vista de la pantalla, olvidándose por un segundo del hombre que estaba frente a ella, pero cuando lo hizo, un sentimiento de incomodidad repentina alteró su comportamiento. El muchacho la miraba, y a pesar de que Máquense observó varias cosas al azar fuera de aquellos ojos de piedra, el sujeto no pareció inmutarse.
—Tranquila, es solo una paranoia tuya —pensó, pero por si las dudas, llevaba su teléfono celular entre las manos, lista y preparada para enviar un mensaje de texto urgente. Su madre le había dicho que cuando se sintiera en peligro, enviara un mensaje pidiendo ayuda; pues quizá alguien de sus amigos cercanos acudiría a su rescate.
Regresó la vista y ahí estaba él, mirándola como si fuese lo más normal del mundo. Sus manos se aferraban al tubo de metal mientras su pensamiento estaba concentrado en ella. No le sonreía y ni siquiera aparentaba parpadear, pues si lo hubiera hecho, habría sido menos aterrador.
Máquense respiró aliviada cuando el metro se detuvo. Pareciera que estaba huyendo de alguien mientras sus pasos corrían por la puerta de salida. Una vez fuera, la joven echó una última mirada a ese extraño tan desconcertante y finalmente siguió caminando en el inmenso frío de la calle.
Día 2
Despertó y echó a andar sus labores que la llevarían al campus. Máquense trataba de olvidar lo de ayer, pero había momentos en los que inexplicablemente pequeños fragmentos regresaban a su mente como algo aterrador, como algo que le congelaba la sangre y le producía miedo.
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Editado: 11.11.2024