Psicosis

Caso 2. El chico de mi clase (1/2)

Día 1

Yadira Harris.

Había comenzado la universidad en Prince George, Canadá. Por fuera representaba una sonrisa de gusto y agrado, pero por dentro, la pérdida, la tristeza y la rabia le gritaban que no iba a ser feliz en su nueva vida. Una mudanza nunca es fácil, menos cuando tu padre es ex militar y constantemente tienes que estarte mudando por razones de seguridad.

Yadira sabía muchas cosas de su nuevo hogar: que no volvería a ver a sus viejos amigos, que ya no tendría las tardes cálidas de Texas y que tendría que traer el suéter puesto las veinticuatro horas del día hasta que su cuerpo se adaptara a la diferencia de clima. Esta iba a ser su nueva vida.

Su madre la dejó en la entrada del campus. La joven bajó, y viendo cómo su progenitora seguía pegada al teléfono, solo se despidió con una seña de mano.

—Te veo luego, cariño—exclamó su madre, tomó el volante y se alejó.

Frente a ella no quedó más que la natural arquitectura que destaca a una universidad. Entró y las cosas no eran tan diferentes a las de casa, o bueno, antigua casa. Los muchachos hablaban y reían y los jugadores de futbol americano coqueteaban con las porristas. Todos la miraban pasar; ella sería el juguete nuevo, sería la chica que estaría en boca de todos por las siguientes semanas o meses. Los hombres se lanzarían como lobos para conquistarla, algunos verdaderamente enamorados se quedarían en las esquinas en silencio, pero quienes sólo buscaban pasar el rato hablarían llenándole los oídos de miles de mariposas. Las chicas bellas, las porristas y populares le criticarían hasta la forma en que respiraba. Sí, así suelen ser algunas universidades.

Yadira cerró la puerta detrás de ella y no hubo uno de sus compañeros que no le prestara atención. La joven vestía pantalones acampanados, aburridos para su época; playera de manga larga con logos de bandas de los 80’s estampados en la tela, tenía el cabello negro teñido con mechas rubias, corto hasta los hombros, y un diminuto arete en el lado derecho de la nariz. La joven se quedó frente a sus compañeros que, obligados por el profesor, le dieron los buenos días.

—¿Nombre? —preguntó el docente.

—¿Disculpe? —la joven se quedó estática.

—Su nombre, señorita. ¿Acaso no hablamos el mismo inglés?

Al fondo, sus compañeros comenzaron a reírse.

—Yadira Harris.

—¿Vienes de…?

—Estados Unidos. Texas, para ser más exactos.

El hombre enarcó una ceja.

—No te ves muy bronceada para venir de Texas.

Yadira se mordió la lengua para no responder, cuando las risas volvieron a reverberar en sus oídos.

—Vamos, muchacha, siéntate ahí con tus compañeros.

La joven se apresuró a ocupar el lugar del fondo debido a que los asientos de adelante estaban ocupados por mujeres y hombres que vestían atuendos ciertamente especiales, como camisas de seda, blusas de diseñador y zapatos de marca. Porque sí, también en Norteamérica existen las diferencias.

Parloteos, imparables parloteos de historias antiguas, de revoluciones y de indirectas al nuevo gobierno. El profesor no se callaba, y tal parecía que su modo de enseñanza aburría más que interesar.

Yadira recargó su mejilla sobre su mano y se dispuso a echar una mirada furtiva a los diferentes rincones del salón. Miró a las personas, miró los anaqueles que contenían libros, miró las desgastadas cortinas de la ventana y miró la puerta que chirriaba cada vez que la abrían. Pero especialmente, Yadira miró al joven que estaba sentado a su lado. El chico vestía muy similar a ella; tenía puesto un jersey negro con estampados de letras que seguramente hablarían sobre alguna banda canadiense, llevaba las uñas con esmalte negro, tenis Vans y cadenas en los bolsillos de su pantalón. Era callado, guapo y… nada más.

—Joven Edward —dijo el profesor y de inmediato el joven, al que Yadira estaba mirando, levantó la mirada hacia él—. He de suponer que llegados hasta este punto me puede decir algo referente al tema, ¿No es así?

—¿Como qué quiere que le diga? —tenía una voz gruesa.

—Hágame el favor de comentarnos su perspectiva sobre las personas que influyen en esta nueva generación de adolescentes.

—Seguramente no son los políticos, adultos… o profesores.

Los murmullos estallaron.

—Silencio, hablará la muerte —desde la otra esquina, alguien se burló.

Era bien sabido por todos que Edward Pauth era diferente al resto. Sí, al muchacho le gustaba hablar, convivía con sus demás compañeros y a veces hacía pequeños favores, no era de esos sujetos que suelen quedarse callados en un rincón apartado de las aulas. El problema con Edward, es que el tipo daba escalofríos. Con sólo oírle, uno puede tener una idea de lo terrible que sería quedarse en su compañía. El hombre tenía un gusto tétricamente retorcido por la muerte, y muchas veces externó que el mundo sería un lugar mejor si todos estuvieran muertos.

Incluso, existen relatos, discretos susurros de antiguos compañeros con los que Pauth pudo hablar y revelar escabrosos pensamientos de su mente. En ellos, el joven les contaba que se veía a él mismo caminando encima de cientos de cadáveres mutilados, fríos y algunos con la sangre todavía fresca. Decía que pasaba sobre ellos hasta llegar a la parte de su casillero, cogía sus libros y se dirigía al salón sólo para disfrutar de la que, en un sentimiento de aterrador odio, era la mejor vista que le podría dar la ventana hacia los jardines.




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