Psicosis

Caso 2. El chico de mi clase

Día 1

Yadira Harris.

Había comenzado la Universidad en Prince George, Canadá. Por fuera representaba una sonrisa de gusto, pero por dentro la perdida, la tristeza y rabia le gritaban que no iba a ser feliz. Una mudanza nunca es fácil, menos cuando tu padre es ex-militar y constantemente te tienes que estar moviendo por razones de seguridad. Yadira sabía una cosa: que no volvería a ver a sus viejos amigos que por fortuna había logrado hacer en su anterior vivienda. No tendría las tardes cálidas de Texas y a diferencia de lo que muchos piensan, tendría que traer el suéter puesto las veinticuatro horas del día hasta que su cuerpo se adaptara a la diferencia de clima. Esta iba a ser su nueva vida.

Su madre la dejó en la entrada del campus. La joven bajó y viendo como ella seguía pegada al teléfono sólo se despidió con una seña de mano.

—Te veo luego, cariño— repitió su madre, tomó el volante y se alejó.

Frente a ella no quedó más que la natural arquitectura que destaca a una universidad. Entró y las cosas no eran tan diferentes a las de casa —bueno— antigua casa. Los muchachos hablaban, reían, los jugadores de futbol americano coqueteaban con las porristas. La miraban pasar, ella sería el juguete nuevo, sería la chica que estaría en boca de todos por las siguientes semanas o meses. Los hombres se lanzarían como lobos para conquistarla, algunos verdaderamente enamorados se quedarían en las esquinas en silencio, pero quienes sólo buscaban pasar el rato hablarían llenándole los idos de miles de mariposas. Las chicas bellas, las porristas y populares le criticarían hasta la forma en que respiraba. Sí, así suelen ser algunas universidades.

Cerró la puerta detrás de ella, vestida de pantalones acampanados, aburridos para su época, playera de manga larga, cabello negro y largo, Aa! Y un arete diminuto en el lado derecho de la nariz. Quedó frente a sus compañeros, que obligados por el profesor, le dieron los buenos días.

—¿Nombre?— preguntó el docente.

— Yadira Harris.

—¿Vienes de…?

—Estados Unidos, Texas.

Las burlas se escucharon.

—Siéntate.

Le tocó el lugar del fondo, los de adelante estaban ocupados por mujeres y hombres que vestían diferente al resto, camisas de seda, blusas de diseñador y zapatos de una marca costosa— también en Norteamérica hay diferencias.

Parloteos, incansables parloteos de historias antiguas, de revoluciones y de indirectas al nuevo gobierno. Recargó la mejilla en su mano y se dispuso a echar una mirada furtiva y rápida a diferentes rincones del salón, a las diferentes personas, pero especialmente al joven que había a su lado. Callado, jersey negro con estampados de letras que seguramente hablarían sobre alguna banda canadiense, las uñas pintadas de negro pero nada más.

—Joven Edward— dijo el profesor y de inmediato el joven, al que Yadira estaba mirando, levantó la vista —, he suponer que llegados hasta este punto me puede decir algo referente al tema, ¿No es así?

—¿Cómo que quiere que le diga?— tenía una voz gruesa.

—Hágame el favor de comentar su perspectiva sobre las influencias de hoy en día que logran mover a una generación completa de adolescentes.

—Seguramente no son los políticos, adultos… o profesores.

El murmullo comenzó. Era bien sabido que Edward Pauth era diferente al resto. Sí, hablaba, no era de esos sujetos que suelen quedarse callados en un rincón apartado, no, él no formaba parte de estos que bien se les podría decir inadaptados. El problema con Edward es que el tipo daba escalofríos, con sólo oírle uno se puede dar cuenta de lo terrible que es quedarse unos pocos segundos en su compañía. El hombre tenía un gusto retorcido por la muerte, la halagaba de una manera en la especificaba que era mejor si todos estuvieran muertos. Existen relatos de compañeros, con los que Pauth pudo hablar y revelar escabrosos pensamientos de su mente. Ellos decían que el joven les había comentado que se veía a él mismo caminando encima de cientos de cadáveres mutilados, fríos y algunos con la sangre aun tiesa. Pasaba sobre ellos hasta llegar a la parte de su casillero, cogía sus libros y se dirigía al salón sólo para disfrutar de la que, en un sentimiento de aterrador oído, era la mejor vista que le podría dar una ventana hacia los jardines.

—Y según usted— aquel comentario hizo de enfadar al profesor —¿Quién tiene más poder sobre esta sociedad?

Pero el timbre sonó. Nadie se quedaría a escuchar la respuesta, que seguramente, los dejaría con pesadillas durante semanas.

—No sé, usted míreme y piénselo.

Cuando el joven pudo moverse, Yadira miró en la playera las letras que revelaban el nombre de “Dead”, el cantante de la banda noruega, “Mayhem”, y ahí pudo comprender la mayor parte sombría del chico.

La chica también tenía espacial obsesión a los géneros de metálica, le gustaba el rock pesado, el antaño y cualquier otro tipo que tuviera que ver con ensordecedores gritos, brincos y que la persona que lo está escuchando le hierva la sangre de felicidad. Le gustaba subir el volumen del estéreo de su cuarto hasta el límite, ponerse a brincar sobre la cama, golpear las paredes y gritar sintiéndose estar en un escenario con millones de fanáticos que la aclamaban. No obstante se conocía tan bien la historia de Per Yngve Ohlin y necesitaba con urgencia hablar de sus teorías conspirativas con alguien diferente que no fuera su madre, padre o hermano, quienes al escuchar, la miraban riéndose de ella y asegurando de estar loca.




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