Psicosis

Caso 5. El graznar de los cuervos (1/3)

Día 1

Sabrina Clester.

El día que imaginó su casa de recién casada, no se pareció en nada a lo que tenía en frente. La pareja de los Clester recién había adquirido una sencilla propiedad en los yermos de la carretera 25. Al principio, cuando Sabrina escuchó la noticia de su esposo, Nate, imaginó que el lugar sería muy apegado a sus propios gustos. Pensó prontamente en un centro suburbano, y aunque no había dejado que su cabeza entrara en detalles, ella rogaba que fuese un vecindario plagado de niños alegres riendo, de vecinas que cocinaban tartas de bienvenida, de hombres caballerosos que la saludaran con un buen día y el camión de basura que pasara siempre a la misma hora de la mañana mientras ella preparaba el café.

Pero no. Lo que Nate había comprado la separaba mucho de sus sueños.

—¿No es hermosa, cielo? —preguntó él, y ella deseó que no la hubiera comprado, pero tampoco quería sonar grosera.

—Es… preciosa y… tranquila.

—Eso es lo mejor. No habrá ruidos molestos que nos inquieten o nos alteren los nervios. Solo nosotros y los sonidos de la naturaleza.

—Y los mosquitos.

—Detalles menores —Nate le besó la cabeza y después ambos se dispusieron a entrar.

Día 3

Los primeros días sí resultaron ser un infierno, y de las noches mejor ni hablemos. Si bien el lugar, hasta cierto punto resultó ser tranquilo como Nate lo describió al principio, sí existieron muchos otros sonidos que referían a pájaros trinando entre las ramas de los árboles, coyotes aullando en la lejanía, grillos tocando en la oscuridad y esos incesantes graznidos de los cuervos. Enormes cuervos negros, de ojos oscuros y uñas largas, cuervos que durante las tardes solían pararse en la ventana de la cocina, asustando a Sabrina que se hallaba preparando la comida o la cena.

—No te asustes, cielo —Nate le acarició la espalda luego de que su esposa gritara y le arrojara al animal el servilletero que llevaba en las manos—, los cuervos son naturales por estos rumbos.

—Eso estaría bien si no se la pasaran viviendo con nosotros. Estoy harta de que vengan a visitarnos.

Nate frunció los labios.

—Al menos ellos tienen la cortesía de visitarnos.

Desde que llegaron, la joven pareja notó los enormes campos desérticos que rodeaban la propiedad, lamentablemente Nate jamás se tomó la molestia de aclarar una cosa importante con su esposa, y es que los campos no formaban parte de la propiedad que él había comprado.

Sabrina seguía sumergida en el hermoso sueño de una casa tradicional, tenía el deseo de adoptar un perro y un gato, y si aún no tenían niños, seguramente los tendrían muy pronto. Salió de la casa con el enorme cesto de ropa recién lavada dispuesta a colocar un tendedero, y no necesitó la ayuda de su esposo, ya que también podía valerse por sí misma. Además, Nathaniel se hallaba dentro, trabajando desde la computadora y tampoco era como si quisiera molestarlo.

Sabrina clavó varias estacas largas en el suelo de tierra, después anudó un par de sogas en las puntas y colgó las prendas al sol. Estaba tan concentrada en su faena, cuando de pronto, vio pasar por detrás de las sábanas blancas a una destartalada camioneta que manejaba un hombre de mediana edad y ataviado con un sombrero de paja.

Sabrina no le dio demasiado interés y terminó de rellenar los tendederos con su ropa y la de su marido.

—Nate —entró a la oficina y dejó sobre la mesa un café y varias galletas de vainilla.

—¿Qué pasa, cielo?

—¿Tenemos vecinos?

El hombre la miró, y al hacerlo se sintió tan aliviado de poder estirar los dedos y las piernas.

—Creo que un hombre vive a unos metros de aquí.

—¿Crees, o realmente vive aquí?

—Según tengo entendido, por el sujeto que me vendió la casa, solo viene de visita a principios de agosto para echar sus siembras de maíz.

—¿Maíz? —Sabrina abrió sus ojos como platos—. Eso atraerá a más cuervos.

—¿Y lo malo está en…?

—Nathaniel, me dan miedo esas cosas.

—Cariño, debes aprender a enfrentar tus miedos.

—Tú compraste esta casa, en este lugar porque le tienes miedo a mi madre. Eso es huirle a tu miedo.

—No hablemos de eso, por favor.

Día 5

Recién había amanecido cuando Sabrina se levantó, en bata de dormir y se acercó para abrir la ventana de la cocina. Fue entonces cuando lo vio.

—¡Nate! —gritó sin dejar de ver al extraño hombre que había en su patio—. ¡Hay un sujeto allá afuera y está poniendo una especie de cruz con palos!

—¿Un qué? —pero al entender lo que sucedía, el rostro de Nathaniel se relajó. Le sonrió a su mujer, y apretándole la cintura con la mano, la invitó a bajar y saludarlo.

—¿Qué tal si nos hace algo?

—Vamos, querida, muchas veces las personas más serias son las más amistosas.

Y sin poner alguna otra objeción, Sabrina dejó que su esposo la condujera al exterior de la casa.




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