Psicosis

Caso 5. El silencio de los cuervos

Día 1

Sabrina Clester.

El día que había imaginado su casa de recién casada, no se pareció en nada a lo que tenía en frente. La pareja de los Clester recién había adquirido una vivienda en los paraderos de la carretera 25; y cuando Sabrina había escuchado la noticia de su esposo Nate, imaginó que el lugar sería muy apegado a los gustos de ella. Pensó prontamente en un centro suburbano, tal vez. No había dejado que su cabeza entrara en detalles, sin embargo ella rogaba porque fuera un vecindario plagado de niños alegres riendo, de vecinas que cocinaban tartas de bienvenida, hombres caballerosos que te saludan con un buen día y el camión de basura que pasa siempre a la misma hora de la mañana mientras ella prepara el café. Pero no. Lo que Nate había comprado la separaba mucho de sus sueños.

—¿No es hermosa, cielo? —preguntó y ella deseó que no lo hubiera hecho, pero tampoco quería sonar grosera con el hombre que solo intentaba buscar la felicidad de ambos.

—Es… preciosa y… tranquila.

—Eso es lo mejor. No habrá ruidos molestos que nos inquieten o alteren los nervios. Solo nosotros y los sonidos de la naturaleza.

—Y los mosquitos.

Los dos entraron, Nathaniel cargó las maletas mientras su mujer ayudaba con algunas cajas que habían traído en el auto.

Día 3

Los primeros días fueron un infierno al igual que las noches. Si bien fue como Nate lo describió, había muchos sonidos que referían a pájaros de todo tipo, lobos en la lejanía, grillos en la oscuridad y en especial cuervos. Enormes cuervos negros de un tamaño que se puede comparar con un perro mediano. Por las tardes solían pararse en la ventana de la cocina cuando Sabrina se hallaba preparando la comida o cena y eso le producía un espanto de gritar y lanzar lo que tuviese en las manos.

—No te asustes, cielo —Nate le acarició la espalda—. Los cuervos son naturales por estos rumos.

—Eso estaría bien si no se la pasaran viviendo con nosotros —gruñó ella.

La joven pareja ya había notado los campos que rodeaban la propiedad, no obstante Nate jamás se tomó la molestia de aclarar una sola cosa que su esposa desconocía; los campos no formaban parte de la casa.

Sabrina seguía manteniendo el sueño de una casa hogareña y tradicional, y si aún no tenían niños, muy pronto lo harían. Había salido con el enorme cesto de ropa recién lavada. No necesitó la ayuda de su pareja pues también podía valerse por sí misma, y además, su esposo se hallaba allá dentro trabajando desde la computadora, tampoco era como si quisiera molestarlo. Sujetó con varios palos de madera clavados en la tierra un par de sogas que más tarde reforzó con varios clavos y en ellos pudo colgar las prendas al sol. Cuando de pronto vio pasar, por detrás de las sábanas blancas y en la carretera, una camioneta con un hombre —de edad media— vistiendo un sombrero de paja.

Sí le prestó atención pero no con la importancia que debería.

—Nate —entró a la oficina de su esposo— ¿Tenemos vecinos?

El hombre la miró. Por unos minutos se sintió libre y aliviado de poder estirar los dedos y las piernas.

—Creo que un hombre que vive a unos metros de aquí.

—¿Crees o realmente vive aquí?

—Según tengo entendido por el sujeto que me vendió la casa. Únicamente viene cuando agosto comienza para echar sus siembras de maíz.

—¿Maíz? Eso atraerá más cuervos.

—¿Y lo malo está en…?

—Nathaniel, me dan un poco de miedo esas cosas.

—Cariño, debes aprender a enfrentar tus miedos.

—Tú compraste esta casa, en este lugar porque le tienes miedo a mi madre. Eso es huirle a tu miedo.

—No hablemos de eso, por favor.

Día 5

Recién había amanecido. Sabrina se levantó, aún estaba bostezando en bata de dormir cuando se acercó para abrir la ventana de la cocina; y entonces lo miró.

—¡Nate! —gritó sin dejar de ver al extraño de su patio— Hay un hombre allá afuera y está poniendo una especie de cruz con palos.

—¿Un qué?

Pero al entender lo que sucedía, el rostro de este se alejó de la preocupación. Le sonrió a su mujer y apretándole la cintura la invitó a bajar y saludarlo.

—¡Hola, hola! —gritó levantando la mano en un saludo. Al principio el desconocido no presentó ningún acto de parecer interesado pero al darse cuenta de que la pareja se acercaba, no tuvo otra opción.

—¡Díganme! —intentó sonreír.

Nathaniel iba por delante.

—Hola, mucho gusto. Soy Nathaniel Clester y ella es mi esposa, Sabrina. Nos acabamos de casar y la mudanza hasta este lugar fue pronta.

El desconocido les seguía mirando.

—Si esperan una fiesta de bienvenida, pierden su tiempo —soltó con voz ronca.

—Oh no, no, no. Para nada. Solo intentábamos conocer gente de por aquí cerca… que viéndolo bien, no hay mucha.




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