Psicosis

Caso 7. Esmeralda

Recuerden que NADA de lo que aquí cuento es real. Todo es hecho únicamente para entretener al lector y que las historias refieren al terror de un mundo real.

Día 0

—¡Mamá! ¡Mamá sácame de aquí! —golpeaba los barrotes de metal, se había cansado de llorar pero seguía gritando que lo dejaran ir. Extrañaba a sus padres, extrañaba que su madre lo acostara por las noches y le diera un beso en la mejilla, extrañaba su vida, sus juguetes, su mascota y la alegría de poder reír sin miedo a que alguien le pegara.

El lugar en el que estaba era una jaula de cuatro paredes y un techo de celda, piso de tierra y una delgada cobija en la que dormía. Sujetaba un gastado oso de felpa entre sus deditos que ya estaban sucios.

—¿Cuándo veré a mi mamá? —preguntó viendo a la cámara de video que lo estaba grabando.

Está claro decir que era un niño de seis años, pero el nombre jamás se supo, su captor lo llamaba el 193; un número más en una lista.

—Ya mañana vas a irte —respondió una voz gruesa pero no se escuchó más.

El día prometido llegó. El hombre cargó de los hombros al pequeño niño para meterlo dentro de un contenedor grande de basura.

—¿Voy a ver a mi mamá? —le preguntó— ¿Puedo llevar a mi oso conmigo?

Pero la tapadera de plástico cayó cerrando su nueva prisión momentánea. Le puso candado, lo subió a una camioneta negra y manejó algunos minutos, seguramente fuera de la ciudad.

En medio de la noche se hacía un cambio: dinero a cambio de un niño al que nadie volvería a ver.

Día 1

Zizzo Urgel se había mudado hace unos cuantos días al vecindario: El nido de las flores. Un lugar con bonitas y largas calles tapizadas con interminables jardineras repletas de diferentes flores de colores y de todos los tipos. El hombre se sentía cómodo. Un vecindario hogareño en un lugar provinciano, normal y con personas amables en todos los sentidos. Su vecina, la más cercana, al verlo cargar las restantes cajas de la mudanza a su morada, le saludó presentándose como Marieta. Le contó un poco del lugar y como habían sido los últimos años. El hombre, de un porte gallardo, le respondió con toda amabilidad pero en su interior estaba deseando que aquella mujer se marchara y lo dejara entrar.

Dos pequeñas gotas de sudor bajaron por la mejilla izquierda del hombre, luego fueron en la frente y sintió perfectamente como otras más trazaban líneas en su pecho cubierto por la camisa. Zizzo moría de agonía, de miedo y de nervios, no los quería ver, no quería saber nada de ellos. Cuando por fin la mujer tomó su camino, luego de una empalagosa despedida. Buscando refugió en la sala de su nueva adquisición, Zizzo se alejó de todas sus inquietudes.

Se preguntaba: ¿de verdad así va a ser todo ese martirio cada vez que llegue a un lugar nuevo? Ójala y el mundo sintiera piedad de nosotros, criaturas infelices que vivimos en la sombra de lo que realmente deseamos y queremos.

Pero no, allá afuera el mundo es diferente. Algunas personas queriendo aparentar ser buenas, fuertes y de buenos prejuicios morales, solo son la representación de lo que se odia. Zizzo levantó la cortina, miró hacia afuera y se limpió el sudor, después de todo, jamás podría escapar de lo que él más temía: de sí mismo.

Día 3

La mañana era fresca, la cálida entrada de un sol vespertino que les acariciaba la cara a los que salían a correr, a las amas de casa ejemplares que sacaban las bolsas de basura, a los trabajadores mañaneros que se veían apurados por llegar a su destino de trabajo. Zizzo salía, llevaba en la mano una taza de café a medio tomar, bata de dormir y unos cubrepiés amarillos de peluche.

—¡Buenos días, vecino! —lo saludó Marieta, caminando hasta él —Hace una mañana encantadora, ¿no lo cree?

—Sí, muchas personas lo encuentran agradable.

—¿Por qué ese tono? ¿Usted no la siente perfecta?

—La lluvia de anoche lo único que hizo fue crear humedad, el sol que trajo este amanecer ha estado evaporizando las gotas de los pastos y calles. Mis ojos no soportan la humedad ni mucho menos el vapor. Por lo tanto yo no lo encuentro agradable.

El hombre volvió a tocar el borde de la taza con sus labios, la mujer que sin saber qué decir, se sintió algo ofendida, pero entonces, en ese preciso momento en el que el espacio parece jugarle juegos macabros a los más desdichados, un pequeño cuerpo: el torso regordete, la piel blanca, el cabello castaño maltratado sujetado en una coleta alta y un moño rojo, apareció brincando entre las rallas del pavimento. La falda del uniforme brincaba junto con ella, las calcetas dobladas hasta casi el tobillo, los zapatos negros y un indescifrable número de pecas cuidadosamente tocadas en todo el rostro.

Ahí apareció ella. Tan linda como una pintura creada para halagar, tan tierna como la suavidad de un copo de algodón. Risueña de desorbitados dientes amarillentos. Siguió brincando, la cara la tenía hacia el suelo, concentrándose únicamente en el juego de no pisar la raya, y sin querer fue a topar contra los dos vecinos que hablaban. Su lustre pie se deladeó haciéndole perder el equilibrio, y para sujetarse, se apoyó en una pierna firme cubierta por una tela suave.




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