Psicosis

Caso 8. Colección

Día 1

Núremberg. Alemania.

Son personas que a menudo son señaladas por gozar de un contundente proceso de búsqueda. Se catalogan en ser extremadamente ordenados, les motiva la búsqueda y les anima el hallazgo, escogen sus objetivos a partir de criterios personales, y en gran variedad les gusta mostrar sus queridas adquisiciones a las demás personas, sin embargo, este no fue el caso de Taylor Lowell.

Sucedió en Alemania, a mediados de los años 90´s cuando la psicología había tomado un punto firme y las personas por fin se convencieron de acudir con un especialista. Vamos a aclarar, Lowell no era precisamente el terapeuta, el hombre era más bien el secretario que mantenía el recibidor en orden. Era un obsesivo con el orden, la limpieza y la clasificación. Las gordas carpetas llenas de recibos, citas reservadas y números telefónicos se mantenían en una perfecta fila en el archivero, mientras que las lámparas del techo también colgaban con una agraciada elegancia separadas, cada una, por los mismos centímetros de distancia. Taylor lo pudo haber tenido todo, una estupenda carrera, un sueldo de envidia y la tranquilidad de un hombre de oficina, pero, y ahí viene el “pero” que romperá con todo lo bueno de este hombre, y es que Lowell guarda un secreto oscuro, aterrador y que bien sería penado con muchos años de cárcel.

Es por ética que el psicólogo guarde bajo estrictos mandos de confidencialidad los casos y problemas de sus pacientes— igualemos esto a un secreto de confesión, pero obviamente va a depender de qué tan grave sea el caso como para hacérselo saber a las autoridades correspondientes y a sus familiares— así como cada nota, apunte, prueba y entrevista que éste se vea obligado a realizar sobre la persona a la que se está atendiendo, y por ende, Taylor se hallaba limitado a poder saber sobre los casos y trastornos que cada paciente que desfilaba en la sala del recibidor llevaba cargando en sus hombros; no obstante esto no fue impedimento para la aturdida mente que encerraba este sujeto. Lowell se la había ingeniado tan bien que sabía perfectamente en dónde colocar su silla y el escritorio para poder medio escuchar y espiar todo, sabía leer físicamente a las personas para darse cuenta a quien desechaba de sus planes y quien era perfecto para sus actos experimentales.

Su jefe principal, el doctor Roland Graham entregó toda su firme confianza al hombre que durante años se había encargado de llevar el orden de sus citas, reuniones, descansos y pagos. En el señor Lowell veía únicamente un compañero que sí, en ocasiones solía ser extraño, reservado y antipático, no le aceptaba una invitación a desayunar y solo se limitaba a sonreír cuando la situación lo requería, pero Graham aseguraba que era el mejor empleado de todos. Por el momento no tenía intenciones de despedirle o acusarlo de alguna calumnia.

Esa mañana de martes, Taylor Lowell esperaba tranquilo en su escritorio, había terminado de engargolar los citas del año pasado y pronto tendría que estrenar una nueva carpeta con el año que se le venía encima; cuando Rachelle Fischer llegó a la sala.

—Buenos días —saludó la mujer de cuerpo grande, robusto y piel blanca—. Tengo una entrevista con el doctor Roland Graham.

Lowell la miró. Había una señal única que delataba su interés hacia una persona, y era que no importaba qué tanto insistieran los pacientes, él no los miraba más de cinco segundos al rostro, en cambio con Rachelle, ese tiempo fue sobrepasado.

—El doctor le atenderá en unos minutos. Puede esperarlo.

Las mejillas abultadas y rosadas de la mujer crecieron a casi esconderle los ojos.

Rachelle Fischer era una mujer de dimensiones grandes, el vestido floreado apenas y lograba dar vuelta alrededor de su gruesa cintura y cubrirle las enormes piernas. Era torpe para caminar, se tambaleaba de un lado a otro controlando los pies que ahorcaban la correa de los zapatos. Cuando logró llegar a la fila de sillas, se vio insegura si sentarse o permanecer de pie. Ella sabía que si abandonaba el asiento, pronto sus piernas no soportarían el peso y la terminarían arrojando al suelo en donde sería un verdadero problema para levantarse; entonces lo hizo, recargó primero una mano en el respaldo, luego la otra y su cuerpo cayó de un solo golpe que se escuchó en toda la habitación dejándole la cara roja de vergüenza.

Dentro de la retorcida mente del secretario, el plan comenzaba a tomar forma. Esperó paciente hasta que el doctor anunciara la entrada de la mujer; cuando ésta por fin logró levantarse y caminar al interior del consultorio, Lowell echó a andar la misma rutina que había seguido los últimos años. Justo al lado del consultorio se encontraba un baño para que cualquier persona con necesidades pudiera entrar. Taylor había adecuado ese baño a su necesidad especial. Desde ese lugar podía escuchar y ver tan perfectamente las reacciones y el problema del paciente. En la pared que unía al consultorio con el baño había hecho dos pequeños agujeros que ocultaba con el soporte para jabón, en ellos introducía dos pajillas de plástico; en una podía mirar y con la otra escuchaba perfectamente todo lo que ambas personas se decían.

Rachelle Fischer aparte de cargar una vida llena de ansiedad, inseguridades y traumas, tenía un problema mucho mayor, fue diagnosticada con apifobia, una terrible repulsión a las avispas y abejas, pero que sin duda eso la hacía la mujer perfecta para Lowell.

Día 6

El resto de la semana, Lowell se la pasó dedicándole tiempo a sus apuntes y espionajes. Cada vez que alguien le buscaba y no lo hallaba en su puesto habitual, él podía excusarse en que estaba ocupando el sanitario y así era como nadie se había dado cuenta de su secreto.




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