Holly Vasseur.
15 • Junio • 2003
No hay manera de que una falacia extinta y sepultada por la sociedad, siga manteniendo unidos a dos amantes que dejaron bastantes argumentos de por qué se querían con inusual locura.
Tú no lo sabes, pero a mi predisposición, he contemplado contarte todos esos secretos y pensamientos que nunca tuvieron las fuerzas exuberantes para abandonar mi boca. Y hoy aquí estoy, sin miedos ni limitaciones que repriman a una soñadora clásica, o cadenas que detengan en contra de su voluntad a un asesino de sueños. Aberración mía, maldita palabra que no me deja seguir adelante. No sabes cuantas veces he evocado una y otra vez esos sombríos recuerdos, y no puedo ver otra cosa que no sea un pasado abominable. Déjame preverte que tampoco estoy culpándote, pues, al fin de cuentas, no debí haberle dado armas al guerrero que podía matarme. Pero el punto aquí es que lo hice, y ahora me encuentro en una lucha constante de demonios y ángeles que intentan, por medio de una disputa, ayudarme.
No sé hasta qué grado esto deja de ser pecado y se convierte en delito, pero lo verdaderamente cierto es que tomé mi decisión, una que al principio me combinó los mejores sabores del cielo, pero que al final, el destino, y por destino me refiero a ti, se encargó de envenenar con lejía.
¿Consideras que sea prudente reírme sabiendo que una parte de mí está destruida? Porque yo no sería capaz de darte una respuesta.
Es absurdo, ¿sabes? Y seguramente te preguntarás: ¿qué es absurdo? Pues bien, procedo a explicarte. Absurdo en todas las cuestiones habidas y por haber en las que tú y yo soñábamos una vida justa, una vida en la que ambos fuéramos felices y le sonriéramos al querido padrino de la mañana; un sol vespertino que aparecía sobre las onduladas aguas de un lago en Nevada.
Es irónico saber que todo eso sí se cumplió, pero que lamentablemente cada uno de esos actos y regalos guardaban un secreto que más tarde estremecería, no solo al mundo, a la ciudad y a quienes nos vieron tomados de la mano, sino que también devastaría en cataclismo mi corazón.
Los días que en esta carta me propongo recordarte, abarcan desde el glorioso domingo de 1983, hasta la penumbra del 2002, cuando mis pesadillas y las tuyas se volvieron tan crueles y reales que incluso me costó respirar.
¿Lo recuerdas? Yo sí, sucedió un 22 de septiembre de 1983. Cuando nos referimos precisamente a esta historia, estamos hablando de un París de los años ochenta, con las calles, la ropa y los elegantes modales de su época, sin embargo el acto del ser humano no ha cambiado mucho en décadas. Voy a contarte que me encontraba tomando un café en Le Cordon del Bulevar de Grenelle, cuando un misterioso amor madrugador llegó sin saber que éste sería únicamente el prefacio de un libro relatando mi vida.
Sí, era cierto que los hombres de gabardina, corbata azul y el andar impecable nunca habían sido un atractivo visual para mí, pero el que hayas llevado los zapatos con pequeñas manchas de café, me anticipó que algo te había sucedido. Me reí al ver tu gesto de agresión, imaginé que querías tomar al mundo y estamparlo contra la primera puerta que estuviera a tu alcance, pero a ti no te gustaban las sonrisas y yo, en lugar de solo sonreír como una simple mujer coqueta, fui más allá y me burlé.
Pensándolo bien, ahora recuerdo todas esas veces en las que silenciabas mis risas y burlas con palabras frías y gruesas, pero que bien sabías camuflar en poesía o en supuesta educación.
—No entiendo el objetivo de anudarte la corbata tan firme. Cariño, cuando llegues a casa te costará más trabajo tirarla al cesto.
—Es cuestión de estética y agradecimiento a mi trabajo —contestaste mirándote al espejo en donde seguramente me mirabas a mí, pero en el fondo sé que aparentabas no hacerlo.
—Agradecimiento —repetí—. Yo agradezco muchas cosas pero aquello no interviene en la manera en que mis faldones pueden o no llegar a mis tobillos. Los franceses pueden tener una cultura difícil de entender.
—Los norteamericanos también tienen maneras propias, pero no siempre los hace iguales. ¿Tú acostumbras a usar sombreros, ropa e incluso los sujetadores verdes en el aclamado Día de San Patricio? ¿Acostumbras buscar los coloridos y estrafalarios huevos de Pascua con los niños de la calle?
Sabía que al contestarte podría verme humillada, pero si no decía nada, mi silencio también estaría dándote la razón. Al final de cuentas, lo que hiciera o no, terminaría dándote un rotundo no.
—¿Lo ves, Holly? Yo me apego a mis costumbres, y tú te alejas de las tuyas.
En aquella vez me intentaste decir rebelde, sino es que en tu vocabulario había la vacante para una palabra mucho peor. Y ambos lo dejamos pasar.
Como me gustaría poder recuperar mi vida de antes, esa vida que me hacía ver corazones y estrellas de colores flotando a mi alrededor. Tu mano y la mía que quedaban atrapadas en un candado de corazón; y qué lástima que me tocó ver la peor parte del ser humano, tanto de tu parte como la de nuestros “queridos” vecinos.
¿Recuerdas a los Barris? La adorable pareja de Nevada que se mudó a nuestro lado, justo seis meses después de nuestra llegada a los Estados Unidos. Eran una pareja demasiado tierna. Recuerdo cuando en primavera la señora Barris tocaba a nuestra puerta —amada puerta de madera fina que siempre me gustó— para entregarme una tarta de arándanos frescos.
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Editado: 11.11.2024