Psicosis

Caso 1. Oscuridad en el metro (2/2)

Día 3

Se apresuraba para salir del colegio, algunos amigos le habían invitado a una fiesta que organizarían para despedir el año viejo, pero como era su vieja costumbre, Máquense se negó. Lo que ella quería era correr a casa y felicitar a su madre con miles de buenos deseos y bendiciones. Estaba contenta, había corrido como nunca, e incluso su buen humor estaba tan bien que en su trayecto pasó a dejar un par de dólares dentro de la taza de aquel hombre desahuciado.

Máquense bajó corriendo las escaleras, la joven iba rogando que no fuera tan tarde y perdiera el metro, sin embargo, los recuerdos la frenaron en seco. La chica se quedó quieta, la felicidad se fue y no quedó nada más que una cara de tristeza y preocupación. Realmente no se quería encontrar otra vez con su acosador.

La joven siguió bajando con paso lento, un desinterés brusco y cansado. No había suficientes motivos para que él estuviera ahí, pero ahí estaría. Cuando Máquense llegó a la estación notó que no había nadie fuera de lo común, su pesadilla había parecido irse, y un poco más calmada se pudo sentar en una banca a esperar que el vagón llegara. Cuando lo hizo, no había señales del hombre, y de ningún otro pasajero; sólo estaba ella y la cajera que atendía la taquilla.

El viento sopló luego de unos minutos de espera, y cuando el ruido del metro anunció su llegada, la joven se levantó concentrada en caminar a la puerta. De pronto, un hombre de sudadera gris se paró a su lado mientras sujetaba un cuadernillo. El individuo no la miró ni tampoco dijo nada, los dos entraron, y al hacerlo, Máquense sintió deseos de salir corriendo.

Todo estaba vacío. Por desgracia ya no pudo hacerlo porque la puerta del vagón se estaba cerrando.

Intentó no llorar de miedo, se sentó y lo vio a él sentarse frente a ella, acomodando sus piernas cubiertas por el pantalón negro y luego abrir el cuadernillo que comenzó a leer.

Jamás imaginó que esos segundos serían los más largos de toda su vida. En el momento en que el metro comenzó a caminar, los ojos del joven volvieron a ella.

Máquense intentó voltearle la suerte, lo miró con molestia, lo miró fijamente demostrándole no tener miedo, lo miró con coraje y desprecio, pero no le funcionó. Aquello lo único que hizo fue que el hombre sonriera, se levantara y se pasara a la fila de asientos en donde ella se encontraba.

Asustada, la joven sacó su teléfono de la bolsa, digitó los números de emergencia y esperó algún otro movimiento de su parte para pulsar el botón de llamada. Los colores de su rostro se habían ido, lloraba, las lágrimas le escurrían en sus mejillas y los pensamientos que anteriormente había tenido —disculpándole este inexplicable acoso— parecieron extinguirse. Ese hombre de ahí realmente buscaba alterarla, buscaba hacerle daño y ella no se lo permitiría.

Esperó silenciosa y cuando pensó que no haría nada más, el tipo empezó a leer el cuadernillo en voz alta.

—“La muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo."

Ella conocía esa frase, había escuchado mucho esa maldita frase en sus clases de literatura. Su respiración se le hizo errática al escuchar cómo, con tanto delirio, halago y entusiasmo recitaba a Edgar Allan Poe.

El vagón se detuvo y ella literalmente salió huyendo.

Día 8

Hoy se estaban cumpliendo varios días después de su primer encuentro con aquel aterrador hombre que si bien podría protagonizar una película de horror, también volvía sus miedos realidad y jugaba con sus emociones. Desde la recitación a Poe no había vuelto a escuchar su voz, o tan siquiera verle acercarse. Máquense había pensado en hablar con sus padres sobre lo que le acontecía, pero regresando a lo de un principio, pensó que aquello sólo traería problemas. Preocuparía a su familia y la policía no haría nada, porque hasta el momento el desgraciado no había hecho nada que atentara contra su vida. En una sola y sencilla frase: no había hecho algo más que solo mirarla.

Ya caminaba resignada a encontrarse con él, a mirarle y temerle, se había vuelto una desagradable costumbre que sin ella darse cuenta, estaba afectando por completo su vida. Bajó de peso, los nervios le devoraban la mente, se había vuelto ansiosa, paranoica y muy asustadiza, dejó de frecuentar a sus amigos, no quería bañarse y únicamente pensaba en abandonar la estación, pero no había forma. Los autobuses quedaban muy lejos de donde el metro hacía su parada. Tomar un taxi también era una idea descartada, aquello la llevaría a gastar un dinero que claramente no tenía. Y caminar, caminar la pondría en un peor riesgo.

Llegó, y para su infernal suerte, ahí estaba él, recargado en un muro desde donde se le quedó viendo. Esta vez ella no se había dado cuenta, pero tal parecía que a su misterioso acosador le dio por intentar acercársele.

El sujeto dio pequeños y sutiles pasos de los que nadie sospecharía. ¿Acaso tenía intenciones de lanzarla a las vías? ¿Habría querido apuñalarla ahí, delante de la mirada de todos? Quizá deseaba ahorcarla o abrazarla, o en el peor de los casos sería una declaración de amor callado. Jamás se iba a saber porque justo en ese momento sus pasos fueron interrumpidos. Ahuyentado por el grito de otra joven estudiante, el maldito regresó al muro.

—¡Máquense!

—Hola —la joven se dio la vuelta, sonriéndole a su inusual visita—. ¿Qué pasó, Sophie?




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