Psicosis

Caso 24. La máscara de plata (1/3)

Día 1

Dos hombres que no tienen otro objetivo más que el matar al mayor número de personas posibles. Uno quiere abrir una tienda de ropa, el otro quiere instruirse como francotirador militar. Uno desea secuestrar y matar, el otro desea subir a la Torre del Káiser y disparar.

Erawan Monelly cayó sobre el suelo, llevaba la nariz rota, el cabello lleno de tierra, los ojos llenos de lágrimas y casi no llevaba ropa. El hombre se hallaba entrando en un estado de pánico catatónico; le costaba mucho trabajo moverse y sus manos estaban dominadas por un temblor involuntario. Detrás suyo, un sujeto, ataviado con una máscara teatral en color plata, con un costoso abrigo de marca y sosteniendo en una de sus manos un montón de cuerda gruesa, se paró en el umbral de la puerta.

—Por favor —el joven suplicó—, no me hagas daño. Te prometo no decirle nada a la policía.

—Eso mismo dicen todos, y aun así lo terminan haciendo.

—Yo no lo haré, por favor, ¡por favor! ¡Ten piedad! —el sujeto se acercó a él mientras se colocaba dos guantes de látex en color negro, lo colocó bocabajo y después le amarró las dos manos detrás de la espalda.

El nombre del asesino era Travis Cobaleda, y su simple apellido ya dejaba mucho de qué hablar. Travis cogió la soga y comenzó a elaborar su infernal entretejido de nudos y vueltas. Lo levantó con una agilidad increíble, acomodándolo de espaldas a la pared y con las rodillas ligeramente flexionadas.

—¿Qué estás haciendo? Por favor… ¡detente!

—Quédate quieto y no te sucederá nada —el hombre le rodeó el cuello con un trozo de soga más delgado y luego lo pasó detrás de su nuca para finalmente terminar de hacer el nudo más importante de todos. Aquel que mediría su tiempo de vida.

Travis retrocedió, admirando con una sonrisa sádica su trabajo. Cabe señalar que no eran ataduras normales, sino un sistema estratégico de nudos para cumplir la función de una roldana. Con ella, la propia víctima se ahorcaba a sí misma.

Las piernas de las personas se convertían en el tiempo, se transformaban en el reloj de arena que marcaba el principio y el final de la vida humana. Debido a la posición en la que se encontraban, el músculo comenzaba a cansarse y la persona terminaba rindiéndose hasta caer al suelo. Cuando esto sucedía, el mecanismo de la soga actuaba como una horca y tiraba del cuello de la persona hasta matarla. Una muerte espeluznante, lenta y tortuosa. Ahora imagínate la desesperación de la persona al forzar su cuerpo, al sentir cómo sus piernas se debilitaban y al sentir cómo poco a poco la soga les iba arrancando la vida.

Erawan comenzó a gritar cuando la cinta le cortó la piel. Frente a él, el hombre se había sentado a observarlo. Las piernas comenzaron a dolerle, pasados unos minutos los músculos empezaron a quemarle, y aunque luchaba con todas sus fuerzas para empujar su espalda contra la pared y así sostenerse, no resistiría mucho tiempo.

—Ayúdame, por favor, me resbalo.

Detrás de la máscara, la cual no tenía más detalles que los agujeros de los ojos, Travis le sonrió mientras le tomaba una fotografía polaroid.

***

El taxi se estacionó frente a la puerta con el número 360. Un hombre alto y de buen aspecto físico abrió la puertezuela y salió, cargando en ambas manos un par de maletas. Su nombre era Brandon, Brandon Cobaleda.

Travis se hallaba sentado en su esponjoso sofá, escuchaba un disco de música clásica y bebía una copa de espumoso champagne cuando escuchó que el timbre de su residencia sonaba. ¿Quién podría ser a esas horas? Dejó la copa sobre la mesita de cristal y en cambio cogió una pequeña llave dorada. Tras guardársela en el abrigo de su bata, se acercó a la puerta y miró a través de la mirilla.

—Demonios —maldijo al mismo tiempo que recargaba su frente contra la madera. Al abrir la puerta, se encontró con Brandon—. ¿Qué haces aquí?

—A mí también me da gusto verte, hermano. ¿Puedo pasar?

—¿Qué, haces, aquí?

—Me echaron —Brandon se encogió de hombros.

—¿Qué sucedió?

—¿Te parece si te lo cuento adentro?

Travis se mordió el labio, pero finalmente se hizo a un lado. Las pesadas botas de Brandon hicieron eco en el lustroso suelo de mármol, dejó caer ambas maletas que cargaba, y sin invitación alguna, se tumbó en uno de los sillones.

—Es bueno estar en casa.

—No te confundas, esta no es tu casa. Cuéntame lo que pasó.

—¿Qué quieres que pasara? Me echaron.

—De verdad que no lo puedo creer. Entrar al ejército había sido tu más grande sueño y ahora lo has arruinado, así, de la nada. ¿Por qué te corrieron?

—Golpeé a uno de los sargentos. Mira, yo sé que esto se ve realmente mal y que no es de tu agrado tenerme viviendo aquí, pero ya encontraré algo más que pueda hacer.

—¿Y qué es lo que harás? No eres bueno más que para disparar y golpear a las personas.

—Siempre puedo ofrecer mis servicios como sicario.

—Vete a la mierda.

—Vamos Travis, no puedes echarme también tú. Te prometo no dar molestias, inclusive puedo dormir en el sótano.




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