Día 1
Lo último que recordaba, era que se había bebido una lata de refresco que un compañero suyo le había invitado. Su nombre era Horacio Zepeda y justo ahora se encontraba tendido sobre una colchoneta vieja, amordazado y con un terrible dolor de cabeza. Su cuerpo se hallaba casi desnudo, a excepción del bóxer que cubría sus partes íntimas. Tenía las manos y los pies atados a la espalda con un grueso alambre de acero, estaba bocabajo y para el colmo de sus pesadillas, también le habían rapado la cabeza hasta dejarlo completamente calvo.
—¿Qué está pasando? —se preguntaba. De pronto, la puerta se abrió y un hombre se escurrió en el interior de la habitación.
No necesitó preguntarse quién era, puesto que lo conocía perfectamente. Era el mismo sujeto que le había rentado un pequeño cuarto en una vecindad cercana a donde ahora se hallaban. Era el mismo con el que había iniciado un romance informal y era el mismo sujeto que lo había invitado a su departamento y ofrecido una lata de refresco.
Horacio Zepeda intentó refunfuñarle, pero sus bruscos movimientos solo consiguieron lastimarlo. El alambre estaba tan apretado a su piel que por poco le hace una herida. Frente a él, el hombre cogió una bolsa de plástico y después se le acercó. El dolor ahora era lo que menos le importaba, Horacio comenzó a sacudirse y hasta trató de levantarse, pero su secuestrador se sentó sobre su espalda y procedió a colocarle la bolsa en la cabeza con la idea de asfixiarlo.
Al retirarla, Horacio frotó su rostro sobre la colchoneta para liberarse de la mordaza, pero poco pudo hacer antes de que el sujeto volviese a colocarle la misma bolsa nuevamente en la cabeza. Le gustaba jugar, le gustaba ver como el aire abandonaba sus pulmones y sus rostros cambiaban del color rojo al morado. Así mismo, le gustaba verlos desmayarse para esperar a que volviesen a despertar y otra vez empezar su macabro juego.
—¡Espera! ¡Espera! —por fin, después de tantos intentos, la mordaza cayó y Horacio consiguió hablar—. ¡Por favor, déjame ir!
—Guarda silencio.
—Te prometo… —pero Horacio no pudo terminar la frase porque ya no solo era la bolsa lo que le estaba arrebatando la respiración. Un gancho de ropa se enredó en su cuello, ejerciendo una abominable presión que terminó por quitarle la vida.
***
Abrió los ojos y para entonces la sombra azul ya le pintaba los párpados, tenía las cejas en un tremendo arco extravagante, la nariz roja y de fondo sonaba música de carnaval. A este sujeto bien se le podría acusar por tener la apariencia mezclada de todos aquellos famosos payasos que marcaron la historia. Desde las enormes cejas de Bozo, hasta el cabello rojo de Ronald McDonald, el traje carismático de Tim Curry, pero la frialdad tormentosa de Heath Ledger como el Guasón.
El hombre terminó de arreglarse, se acomodó el traje, tomó una caja de galletas y salió a la calle. Nadie podía decirle nada, porque para empezar no había nadie. Era de noche, la luna estaba en el cielo y las calles por donde él caminaba estaban vacías. Se detuvo frente a una casa, la miró fijamente como casi todas las noches solía hacerlo, y luego de unos minutos se acercó a la ventana.
Con la punta de su dedo enguantado, el payaso tocó un par de veces el vidrio hasta que el niño que dormía plácidamente entre las sábanas suaves de su cama consiguió escucharlo.
—¿Dan? —no le dio miedo, sobre todo porque sabía que el payaso lo visitaba casi todas las noches. Se acercó a las cortinas, las retiró y abrió la ventana.
—Lo siento, Os. No pude salir antes.
Después de que el niño, de nombre Osiris, lo dejara entrar, los dos se acomodaron en la cama, sentándose uno frente al otro.
—¿Por qué no comes galletas? —le preguntó el payaso Dan.
—Mamá dice que no debo comer chocolate después de las ocho.
—Mamá esto, mamá el otro. Esa mujer siempre te prohíbe cosas.
—Ella es buena —la defendió el niño—. Lo hace porque se preocupa por mí.
—Yo también me preocupo por ti y no por eso te prohíbo cosas. Los niños son buenos, los niños deben vivir y hacer travesuras.
—¿Por qué no tienes la voz de los demás payasos? —preguntó Osiris, consciente de que el payaso Dan no tenía la voz chillona de todos los payasos.
—Ellos no tienen mi voz, y eso, querido amiguito, también está bien.
—¿Vas a volver mañana? —Osiris se llenó la boca de galletas.
—Ten por seguro que sí.
Pero eso no era del todo cierto, porque Dan jamás volvería.
***
Rosalba Reyes y su novio, Emiliano Morales, salieron de un bar a eso de las dos quince de la madrugada. Ambos se hallaban ebrios y les costaba avanzar por las solitarias calles. De pronto y alimentado por el humor de la bebida, Emiliano se abrazó al cuerpo de su novia y comenzó a besarle el cuello.
—Espera —le dijo ella—, no podemos hacerlo aquí. Qué tal si alguien se asoma y nos descubre.
—Son casi las tres de la mañana, todos están durmiendo.
Entre risas y caricias, la joven pareja avanzó hacia una de las avenidas en donde los árboles y las jardineras podrían cubrirlos del ojo humano; pero de pronto, Rosalba tropezó con un bulto oscuro y bastante pesado.
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Editado: 11.11.2024