Mientras las horas pasaban, Maclovia se dedicó enteramente a atender su innata belleza; se maquilló el párpado de los ojos con sombra oscura, se pintó los labios de rojo carmín y por último se atavió con un hermoso y sensual vestido de escote pronunciado. Para el momento en el que el auto de Paul Keaton aparcó frente a la casa, ella ya lo estaba esperando.
—Si te soy sincero —le dijo el hombre—, pensé que no atenderías mi invitación.
—No tengo motivos para negarme. ¿O sí?
Paul la miró, apoyó uno de sus brazos sobre el volante y le sonrió mientras la recorría desde el escote de los senos, hasta lo corto de la falda.
—Te tengo una noticia, preciosa, no vamos a ir a ningún bar que conozcas, o que en todo caso adueñes. De hecho, yo estaba pensando en un lugar mucho mejor y más discreto.
—No te pregunté, pero espero que me sorprendas.
Paul condujo por un par de carreteras desoladas, se dirigió al cañón donde los montes gobernaban y la naturaleza reinaba en todo su esplendor.
—¿Esta es tu alternativa de algo mejor? —Maclovia preguntó en medio de una sonrisa juguetona.
—Si bien no tenemos bebidas, sí tenemos privacidad. Mucha privacidad para hacer lo que nos plazca.
Y entonces la mujer se abalanzó sobre él. Lo besó con ansias voraces y pronto sus respiraciones se convirtieron en una danza de peligro y deseo. Fuego y calor. Maclovia permitió que el atrevimiento gobernara su cuerpo, dejó que su sangre se calentara y que una mano masculina recorriese sus piernas con la intención de profanarla bajo su vestido. Al tocarla, el hombre palpó una delgada rendija cubierta de vello suave y carne húmeda, tan valioso fue el descubrimiento que consiguió arrancarle un gemido.
—Espero… espero y no tomes esto como un intento de algo más… De una relación —Paul le habló en el oído.
—No te preocupes. Esto durará solo un momento.
Los besos volvieron y el fuego se avivó más que nunca. A Maclovia le encantaba respirarle cerca del oído, le gustaba pasarle los labios en el lado derecho del cuello y bajar por su pecho hasta escuchar el palpitar de su corazón; un sonido que le recordaba que, a pesar de ser un egocéntrico argüendero pedante, también era humano. Un hombre dominante y abrasador, un hombre con el poder de incendiar mil pueblos y después apagarlos con el hielo sólido de sus ojos azules. De pronto, Paul la sujetó de los muslos, y con su fuerza bruta la cargó hasta colocarla sobre su regazo. El vestido se le había subido hasta la cintura y pronto sus piernas quedaron a la deriva de cualquier pudor. Paul le acarició la piel, trazó círculos con sus uñas y finalmente la atrajo hacia él, arrancándole de golpe la delgada ropa interior.
Maclovia hundió sus dedos entre la maraña de su cabello rubio, tiró de él y lo escuchó gemir mientras le llenaba de besos el cuello. Se imaginó cabalgando sobre él, se imaginó estampando sus labios sobre sus muslos y la fina piel de un cuerpo rosa y cálido, pero a la misma vez tan ardiente como lo que ella estaba sintiendo en el vértice de su ser. Sin duda, Paul estaba tocando territorio peligroso. Desconocía completamente que, una vez alcanzado el albor del orgasmo, esa mujer se desconocía así misma e invadía un camino repudiado y castigado por la sociedad. Su necesidad de placer no se saciaba con simples caricias o con la explosión del paroxismo, sino que se consumía más allá de un extraño placer, protagonista de múltiples rumores.
—Repite que eres mi zorra —Paul la tomó del cabello.
—Lo soy, soy tu zorra.
—Muy bien.
Y sin que ella pudiera anticipar su movimiento, la golpeó. De una sola bofetada, fuerte, dura, le volvió la cara y le dejó la mejilla roja. Los dedos y los anillos de su mano le quedaron marcados en la piel, un agrio recordatorio de lo que él deseaba hacerle.
—Tienes aterrorizado a todo un pueblo, Maclovia —el hombre habló sobre su cuello—. Si tan solo ellos pudieran verte justo ahora… La puta de un completo desconocido.
Maclovia pensó en la palabra puta, como un insulto escueto utilizado por la gente cuando no encontraban nada más qué decir.
Para su sorpresa, Paul volvió a sujetarle el cuello, y con la fuerza de una bestia cegada por sus instintos más primitivos, la volcó en el asiento del acompañante para después sujetarle las manos a la espalda, ayudándose de su propia camisa que ya se había quitado. Le rompió parte de la blusa, liberándole los senos y aprovechándose para retorcerle los pezones. Paul gozaba, desde luego que lo hacía, y por el silencio tan profundo en el que se había sumido ella, pensó que lo había logrado. Pensó que la bestia había sido amansada.
Entre azotes, pellizcos y mordidas, el hombre se aseguró de que todo aquello le causara notables moretones. Le dejaría el cuerpo marcado para que ella lo recordase cada vez que se mirara al espejo. Al final, ambos interactuaron en la zona de las relaciones sexuales; desde posturas que les hicieron bajar al infierno, hasta posturas que no hicieron nada más que causar dolor y un escozor tan horrible que aliviaron con saliva y sudor.
—¿Te gustó? —Paul regresó a su lugar detrás del volante, se abrochó los pantalones y se colocó el cinturón de seguridad.
—Te diré que eres un maldito —al pasarse los dedos por el rostro, Maclovia se dio cuenta de que tenía sangre en el labio y un poco en la nariz.
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Editado: 11.11.2024