Paulinne Roberts era una mujer de treinta y dos años de edad que trabajaba atendiendo el local del autoservicio. Aquel día se encontraba en la compañía de una amiga suya, Helen Clark, quien la había ido a visitar para contarle que se mudaría a Toronto en busca de un mejor trabajo. Los pocos clientes que desfilaron frente al mostrador terminaron de adquirir sus compras y se marcharon, pero unos minutos después, un hombre vestido completamente de negro, entró al lugar y le dio la vuelta al letrero de abierto.
Detrás del mostrador, ambas amigas seguían conversando totalmente ajenas a lo que estaba a punto de suceder. Cuando Madness se acercó a ellas, los ojos de Paulinne se abrieron como platos.
—No puede ser —Madness la estaba encañonando con un revólver.
—Vamos, vengan las dos aquí en donde pueda verlas —tras la orden, las mujeres salieron de su escondite y se plantaron en medio del pasillo —. Tú —Madness señaló a Helen y le lanzó una cuerda—, átale las manos con esto. ¡Deprisa!
—Sí, sí, haré lo que digas, pero no nos hagas daño.
—No creo que quiera escucharte —detrás de él, Shalom lo observaba con los ojos llenos de fascinación.
Helen anudó las manos de su compañera mientras esta lloraba y suplicaba que no las mataran. Afuera, nadie de los que estaban cargando gasolina pudo verlos, pues aparte de que el dispensador quedaba bastante retirado de la tienda, el letrero de CERRADO también servía para ahuyentar a cualquiera que intentase entrar.
Cuando Helen terminó su faena, Madness le indicó que se diera la vuelta y fue su turno de amordazarla. Pronto las dos mujeres terminaron con las manos atadas y arrodilladas en el frío suelo.
—Por favor, llévate todo el dinero, pero no nos hagas daño.
—No quiero tu dinero, perra.
Y entonces vino el primer golpe. Madness levantó el pesado bate de madera y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza de Paulinne, incluso cuando esta yacía tendida en el piso y en medio de un ostentoso charco de sangre. Entre golpe y golpe: carne, sesos y trozos de su cráneo bañaron los estantes y se regaron por todo el suelo.
—¡ESO! —Shalom brincaba y festejaba—. ¡Vamos bebé, sigue así!
Helen trató de arrastrarse, y poco le importó frotar su rostro con la sangre caliente del cuerpo destrozado de Paulinne, pues lo único que buscaba era alejarse de la creciente amenaza.
—Si no quieres que te mate —Madness apoyó la punta del revólver contra su boca—, dime en dónde guardas los sopletes.
—No sé de qué me estás hablando.
—¡Los sopletes con los que prendes el maldito horno!
—¡En la caja registradora! ¡Seguro está en la caja! ¡Por favor, no me lastimes!
Las botas de Madness retumbaron al caminar por el suelo de loseta. Al llegar, se puso a revolver cuanta cosa había sobre la mesa; arrojó un par de revistas y quebró algunas botellas para abrirse espacio. Finalmente, encontró lo que estaba buscando.
—Recoge todas las papas fritas que quieras para que podamos largarnos —le dijo a Shalom.
Madness volvió a salir al pasillo, encendió el soplete y apoyó la llama sobre la placa de metal que llevaba dos días fabricando. Una vez que el objeto estuvo al rojo vivo, se acercó a Helen y la acostó bocabajo en el piso, aplastándole la espalda con su pesada bota negra.
—No lo hagas, por favor… ¡Por favor!
El grito que vino a continuación fue desgarrador; una revolución de sonidos que se mezclaron entre gritos, llanto y el horrible freír de la carne. El hedor que desprendió esta fue todavía peor, ya que Madness le había herrado la nuca y en ella habían quedado siete horribles letras que formaban su nombre.
—¿Qué estás haciendo? —detrás de él, Shalom no parecía estar contenta, pues en lugar de utilizar su mazo, el hombre la estaba encañonando con el revólver— ¿Por qué no la golpeas como a la otra?
—No hay tiempo, tenemos que irnos.
—Eso no es justo, así no sufren.
Pero el hombre no le hizo caso y entonces disparó.
—Vámonos, tenemos poco tiempo antes de que alguien llame a la policía.
—Espera, espera —Shalom lo tomó del brazo, lo atrajo hacia ella y tras plantarle un intenso beso en la boca, le susurró al oído—: Usa su sangre para pintar tu nombre.
Día 3
Durante días y noches enteras, los oficiales subían y bajaban en sus patrullas intentando dar con el responsable de tan aberrantes crímenes, pero a pesar de que contaban con videos, que si bien no tenían una buena calidad, sí mostraban la complexión y parte de su rostro, hasta la fecha sus resultados seguían estando en blanco. La gente estaba aterrada, y con justa razón, pues lo único que se sabía es que se trataba de un hombre blanco.
Hillsborough era el siguiente pueblo en la lista de la pareja. Después de cometer el doble asesinato en Burlington, ambos se bañaron en un río cercano que se desplazaba a unos escasos metros de la carretera por donde transitaban. Se limpiaron la sangre, se besaron, tuvieron relaciones sexuales y finalmente volvieron a montarse en el auto para seguir su camino hasta un escueto motel de paso, en el que alquilaron una pequeña habitación por nueve dólares.
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Editado: 11.11.2024