Jamás me olvidaré de ella. Su nombre es Luise Freeman. Era una mujer de uno cincuenta y tantos años de edad, y para ser sincera, su rostro reflejaba muchos más años de los reales. La causante fue una terrible depresión en la que se vio sumida durante casi tres años, cuando su única hija, Anne Freerman desapareció luego de que ésta tomara el ferrocarril de vuelta a su casa. No te voy a mentir, a pesar de todo lo que había pasado no me agredió como las demás mujeres y hombres que se hallaban en el testimonio.
Louise me partía el corazón de solo verla, parecía una niña sentada en la silla, tenía en sus manos una muñeca de listones de colores, una veladora y una fotografía en la que aparecía Anne. Su rostro estaba perdido; su cuerpo estaba presente en el juicio, pero su mente seguramente había muerto con su hija. Lo terrible de todo eso fue, aparte de verle la cara de muerto viviente a la pobre Louise, fue cuando pasó a presentar la fotografía de su hija perdida. ¡Dios mío! Cómo me hubiera gustado poder gritar, romper en una gran rabieta y romperle la cara a un maldito camarógrafo que se hallaba grabando el juicio, no porque el desdichado tipo tuviera algo que ver, sino por su insoportable chicle que parecía no saber mascarlo bien.
Bueno, el punto es que cuando yo vi aquel retrato de la joven Anne, el corazón abandonó mi pecho. La chica, de unos bien veintiséis años, estaba retratada de frente, tenía el cabello castaño recogido detrás de las orejas que dejaban a la vista una preciosa gargantilla de plata y trazos de zafiro.
En mi pecho no había nada, sin embargo me toqué como si pudiera sentir el recuerdo de hace dos años aproximadamente.
Tú habías abierto la caja, una caja muy barata que compraste en una tienda de regalos, o según eso me habías contado, y no pienses que se me olvidó, también dijiste, y cito con tus propias palabras: “La presentación es corriente, pero lo que hay a dentro te hará olvidar esta primera impresión”. Y vaya que sí lo hizo. Las largas uñas que recién me había puesto en un saloncito de belleza, me dificultaron la tarea, pero en contra de todos los pronósticos y tus risas que parecían sinceras, logré levantar la gargantilla de zafiros brillantes. Tú me la pusiste y de nuevo ese clic imaginario que me hundía cada vez más en un océano de reclamos, arrepentimientos y frustración, volvió a sonar.
Ya te había mencionado que Louise no me había dicho nada —creo que la mujer ni siquiera tenía ganas de respirar— no contestó a nada más que las preguntas hechas por el abogado y el juez, pero cuando la sesión del día se levantó, bastó un solo diálogo para destrozarme y cambiar todo el amor que alguna vez sentí por ti, en odio y confusión.
Ella dijo:
—El que sientas pena por mí no me devolverá a mi hija, ni siquiera la muerte de tu esposo podrá hacerlo. No tengo ganas ni la intensión de pelear en una demanda. Yo seguiré viviendo en mi dolor y ustedes en su cometido.
Después se marchó y noté como las pocas personas que había dentro me miraban con asco, recelo y odio.
Ha pasado un año, Kirill, un año en el que te encerraron por siete asesinatos a tres mujeres adultas, tres adolescentes y una niña, y hasta el día de hoy no consigo entender cómo es que te fueron suficiente nueve años para esconderme la verdad, para aparentar ser un hombre trabajador y esposo amoroso sin que yo me diera cuenta de tu doble vida. Ni siquiera me entiendo a mí misma, ¿por qué no fui capaz de encender el televisor y ver las noticias? Me sigo preguntando que si en algún momento de interés en los reportajes de desaparecidos, ¿yo hubiera sido capaz de reconocer alguna prenda de las víctimas que se guardaban en mi alhajero?
Los pendientes de oro blanco, la gargantilla con zafiros, el reloj de plata, el anillo, los lentes de sol de VoRosh, la peineta de flamenco y el abrigo que curiosamente me mentiste sobre un mal servicio en la RossLand al comprarlo, puesto que, según tus propias palabras, la cajera había sido descuidada y atoró la prenda con la caja registradora rasgando la tela. Todo te lo creí. Las cosas van de mal en peor, puesto que si me pongo a recordar todos y cada uno de los regalos, no nos quedamos solamente con siete obsequios, sino con más.
Fueron más los presentes que me hiciste, fueron más anillos, más collares y más pulseras. Entonces, ¿por qué solo te estaban sentenciando con la desaparición de siete víctimas? ¡Dios mío, Kirill, fueron más! Asesinaste a más mujeres, quizá hombres, no lo sé. A estas alturas ya no sé en qué pensar y en qué creer. Precisamente por esto no quería escribirte esta carta, porque sabía que la tinta en el papel rebelaría muchas cosas que yo por tantos meses me empeñé en desmentir o recluir al olvido.
Es curioso como esta historia me suena y me seguirá sonando. Estos son solo fragmentos antiguos que tal vez hubiéramos podido oír de otra infortunada víctima, de cómo el gran amor de su vida de la nada se transformó en un perfecto desconocido. Un amor por la mañana y un asesino por la noche. De verdad que este golpe tan bajo no me lo esperaba, Kirill. La gente me odia, me lo dicen sus miradas cada vez que, obligada por las circunstancias, tengo que salir a la calle.
Me hacen culpable de algo que yo no cometí, me acusan de ser una cómplice silenciosa, y hay quienes aseguran que yo atraía a esas mujeres y jovencitas a tu trampa mortal, cuando tú y yo sabemos todo lo contrario. Mi madre me cuelga las llamadas, en el trabajo mi jefe me trata con indiferencia y cuidado, mis compañeros han dejado de hablarme y mis amigas ni se diga. No tiene mucho que mi padre ha negado mi existencia y aún viva me ha enterrado en su pasado. El teléfono suena, son insultos para llamarme asesina, mis vidrios están rotos, mi calle sucia y la hermosa puerta de caoba que alguna vez llegué a amar con locura, ahora se halla untada de porquería maloliente.
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Editado: 05.11.2024