Día 34
Parrish no lo volvió a hacer solo una vez, fueron tres, cuatro y hasta cinco veces en una semana. El chico estaba destrozado tanto física como mentalmente. Hasta el momento su único sostén era tener a Andrew a su lado, y el saber que él también pasaba por las violaciones del viejo Parrish.
—¿Cómo llegaste aquí, Andrew? —Tristán volvió a hacer la misma pregunta que anteriormente ya había cuestionado, pero esta vez estaba dispuesto a saber la verdad.
—¿Para qué quieres saber?
—Curiosidad.
—Si te lo digo, no me volverás a ver de la misma manera.
—No importa, solo dímelo.
—Hadeon Parrish es mi padrastro.
Tristán se enderezó.
—¿Qué?
—Él se casó con mi madre hace muchos años, y cuando ella murió, el hombre encontró un buen cuerpo con el cual entretenerse.
—No lo puedo creer… Andrew, ¿cuántos hubo antes de mí?
—No lo sé, perdí la cuenta. Le gustan así, jóvenes y que aún no han tocado la mayoría de edad.
—¿Entonces por qué se fijó en mí?
—Por tu edad. El expediente que le entregaron dice que tienes dieciséis años.
—Yo no tengo dieciséis.
—¿Qué? —Andrew frunció el cejo—. Eso no es posible. El expediente lo indica.
—Yo tengo veintiséis. En el hospicio siempre me decían que parecía un niño pequeño por mi desnutrición.
—No puede ser. Maldita sea.
—Crees que si el viejo se entera, ¿perdería el interés en mí y me liberaría?
—No. Si llega a saber tu verdadera edad, va a matarte, pero lo hará de la peor forma que puedas imaginar.
—¿Ya lo hizo antes?
—Sí. Con un chico, hace tres años. Lo arrojó al sótano.
—¿Qué hay en el sótano?
—Tristán, hay cosas que es mejor que no preguntes.
—¿De verdad puede existir algo peor que esto?
Pero Andrew simplemente se alejó.
Día 51
Hasta el momento el cuerpo de Tristan Greek no lo había delatado. Sus rasgos, su piel, e incluso sus partes íntimas, le hacían aparentar una edad por debajo de la que verdaderamente tenía. El tiempo pasó, Andrew y Tristán tuvieron lo más allegado a una amistad y un acercamiento enternecedor. Durante los días de largas charlas, Andrew se volvió su cofre de secretos, y durante las noches de dolor, el chico era el firme hombro en donde Tristán podía llorar hasta quedarse dormido.
Era la primera vez que Andrew pudo tener un acercamiento con alguno de los chicos llegados, y esto sucedió porque Tristán en realidad no era menor de edad. Andrew sabía, muy dentro de sí, que tener algo con los jóvenes adolescentes que llegaban a las manos de Parrish, estaba mal. Pero, cuando Tristan llegó a su vida, todo cambió.
El deseo estaba ahí, y lo más hermoso es que venía por parte de los dos. Era tan obvio que a ambos les costó trabajo ocultarlo frente al viejo Parrish, inclusive, ocultarlo entre ellos mismos. No obstante, el avión de sentimientos tenía que despegar y pronto se daría su aterrizaje en un corazón que de verdad lo necesitara; en el de Andrew estaba Tristán, y en el de Tristán estaba Andrew.
—No entiendo cómo no nos hemos vuelto locos —comentó Tristán un día que se hallaba acostado dentro de la habitación de Andrew.
—Será porque tú me ves, yo te veo y eso aleja la locura causada por la soledad.
—No lo sé, pero si así fuera, no me gustaría perderte.
—Ni a mí tampoco, Tristán.
La punta de los dedos de Andrew rosó con la de su compañero. Aquel movimiento fue correspondido con un entrelace de dedos que duró unos pocos segundos, pues más temprano que tarde, Andrew se sentó sobre la cama.
—Tengo miedo, Tristán —comenzó a llorar—. Por primera vez en tanto tiempo tengo miedo.
—Quisiera decirte que no va a pasar nada, pero no puedo.
—Es que… —lo miró. Sus lágrimas escurrían en su piel blanca— cuando el viejo piense que has cumplido la mayoría de edad, él va a… No, no quiero pensar en eso.
—Va a matarme, ¿no es así? Lo intuí hace unos días. Mientras se corría en mi espalda me lo dijo en el oído.
—¿Qué fue lo que te dijo?
—Que le gustará conservarme en el sótano. Supongo que para eso va a matarme y también supongo que esa es la razón de por qué no quiere que me acerque al sótano.
—Es horrible.
—Andrew —el muchacho le tomó las manos—. Cuando llegué a este lugar me moría de miedo, pero ahora sé que hay cosas peores.
—¿Como cuáles?
—Ser tú. Tu madre murió siendo esposa de ese hombre y tú creciste teniendo al viejo Parrish como un supuesto ejemplo de un padre. Sin embargo te obligó a hacer cosas que tal vez tú no querías. Yo posiblemente muera, pero tú seguirás con él el resto de tu vida.
Los dos se miraron. No eran palabras crueles, sino una maldita realidad. De la nada, todo combinó con la frase del siempre cuerdo Marqués de Sade: Todos los sentimientos se depravan en las capitales: a medida que se respira el aire apestado, las virtudes se deterioran, y como la corrupción es general, hay que salir de ella o gangrenarse.
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Editado: 21.11.2024