Día 69
El invierno golpeó la zona con una fuerte nevada y ráfagas de viento; noviembre estaba llegando y la ciudad pronto se convertiría en el interés turístico de muchos visitantes. Imelda Jennifer y su novio, Fabricio Tavares, dos estudiantes de fotografía, habían viajado para conocer el Lago de Perales y realizar algunas tomas fotográficas de sus amaneceres.
—¿Estás segura de que esto no se va a romper? —Fabricio señaló el hielo en el que torpemente se deslizaban sus patines.
—No seas cobarde y ven. Pronto amanecerá y no me lo quiero perder.
Y aunque el chico seguía teniendo sus dudas, no le quedó más que seguir a su pareja. Jennifer patinó sobre el manto congelado, mostrando una radiante sonrisa de asombro y felicidad a pesar de que el viento le golpeaba la capucha del suéter.
—Mira, mira allá.
—¡Jen! ¡Creo que deberíamos regresar cuando el hielo se solidifique un poco más! Esto podría traernos… —y entonces se resbaló.
Aunque Fabricio intentó meter sus manos para que el golpe no dañase la cámara que traía sujeta al cuello, no pudo hacer mucho para protegerla.
—¡Fab! ¡¿Estás bien?! —Jennifer se apresuró a llegar a él, pero en el último segundo, se quedó petrificada—. ¿Te ocurre algo, Fabricio?
El rostro del joven estaba pálido, sus ojos se habían desorbitado y los labios le temblaban. Debajo de él y bajo la manta gruesa de hielo, se podía apreciar el rostro casi cadavérico de una mujer. Estaba muerta.
—Demonios —la voz de Jennifer fue apenas un susurro.
—Tenemos que irnos —Fabricio se levantó como si su vida dependiera de ello. Su conmoción era tal que ni siquiera recordó levantar los trozos rotos de su cámara—. Tenemos que salir de aquí y llamar a la policía. Ahora.
***
—¿Papi? —Owen bajó la revista de vehículos que estaba leyendo y observó los hermosos ojos de su hija—. ¿Puedo dibujarte unas flores en la mano?
El hombre le sonrió, dejó de lado su revista mientras encendía el noticiero en la televisión y Bonnie comenzaba a garabatearle la piel. En la habitación continua, Isabella se hallaba preparando un par de galletas.
Owen apoyó su cabeza sobre el respaldo del sofá y cerró los ojos, cuando de pronto, una terrible jaqueca le masacró la mitad del rostro. Desde aquella vez, cuando asesinó a Caitlyn Littleford, los dolores no habían hecho más que aumentar y ponerlo más agresivo. Todavía recordaba la vez que discutió con su esposa al regresar de su viaje. Isabella lo había recibido en la entrada de la puerta, pero al verle el rostro marcado por un par de uñas, que claramente pertenecían a una mujer, esta se puso furiosa. Por supuesto, Owen le mintió diciéndole que había sido un accidente de trabajo, pero cuando su mujer comenzó a gritarle, acusándolo de haberle sido infiel, este la sujetó de los hombros y la aventó contra uno de los muebles.
Aquel acto le costó una infinidad de disculpas y docenas de flores, pero finalmente consiguió convencerla de que todo había sido un estúpido arrebato de desesperación.
La cabeza de Owen palpitó como si se tratase de su propio corazón, pero este no reaccionaría hasta que la voz de su esposa lo trajera de vuelta a la realidad. Sin darse cuenta, había atrapado la mano de su pequeña hija entre la suya y la estaba apretando.
Bonnie no dejaba de llorar.
—¡¿Qué demonios te pasa?! —le espetó su esposa mientras tomaba entre brazos a la asustada niña.
—Yo… no lo sé —el hombre se puso de pie, las manos le temblaban y la cabeza no dejaba de dolerle.
Pero entonces sucedió; uno de los reporteros dio la noticia:
—Importante hallazgo en el Lago de Perales. La policía encontró lo que a simple vista parece ser el cementerio privado de un asesino en serie, que ya para este momento los medios compañeros lo han decidido llamar: El asesino del hielo —a Owen se le pusieron los cabellos de punta.
El lugar no era nada menos que el Lago de Perales, el cual estaba siendo inspeccionado por docenas de policías y peritos forenses. Todo parecía indicar que, después de tantos años, por fin el cementerio de Owen Wesley había sido descubierto.
Las modificaciones del clima habían hecho estragos en el suelo del lago, las fuertes corrientes del viento provocaron una gran cantidad de olas, las cuales y a base de sus violentos movimientos, consiguieron que al cadáver de Caitlyn Littleford se le desprendieran los discos de metal, y su cuerpo flotara a la superficie. El lago se congeló, pero mantuvo el rostro de la mujer flotando bajo él hasta que Fabricio y Jennifer lo descubrieron.
Entre más horas pasaban, y la policía seguía su búsqueda con la ayuda de varios buzos, más cadáveres iban apareciendo. Algunos en un avanzado estado de putrefacción y otros simplemente eran los huesos.
Owen se frotó el rostro para después apagar la televisión.
—Lo siento, no sé qué me pasó —dicho esto, simplemente se alejó.
Tomó un poco de aire fresco y trató que sus pensamientos se acomodaran. No podía ir a su segunda casa, ya que si manejaba los kilómetros que lo separaban de ella, su esposa tendría varias preguntas.
Sabía que aquel suceso sería el detonante perfecto para que la policía comenzara a buscarlo, pues si tan solo seguían escudriñando el lago con arduo detenimiento, quizá encontrasen los once cadáveres totales, y en definitiva eso lo condenaría a una investigación masiva.
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Editado: 11.11.2024