Brandon terminó de beberse su café, lavó la taza y después la guardó cuidadosamente en la alacena junto a las demás. Regresó a la barra, y con la ayuda de un trapo de cocina, limpió las pequeñas gotas que estaban regadas.
Eran cerca de las dos quince de la tarde cuando el hombre tomó sus dos maletas; se puso una gorra negra, cogió su termo de café, su lonchera y un par de lentes oscuros. Había hurtado, de las cosas de Travis, las llaves de un antiguo volvo gris que este guardaba en la cochera.
Con la pesada carga encima, Brandon entró al volvo y condujo en dirección de la Torre del Káiser. En su cabeza, la fantasía con la que tanto había soñado por fin se estaba volviendo realidad. Dentro de las maletas, el hombre guardó una variable cantidad de fusiles, guantes, binoculares, ropa, rifles, cuchillos y hasta pequeñas bombas caceras que él mismo había fabricado.
Brandon Cobaleda se estacionó muy cerca de la torre, bajó con todo su equipo táctico y se dirigió a la entrada. Durante aquellos tiempos no era muy común presenciar crímenes de alto impacto en la ciudad, por lo que tampoco era necesaria la presencia de algún guardia. El hombre continuó caminando hacia el elevador mientras cargaba sus pesadas maletas. Al llegar al mirador, el punto más alto de la torre, se quedó maravillado con la vista. El diseño del lugar le daba una periferia de 360ᵒ, sin duda alguna el lugar añorado por cualquier francotirador que deseaba probar sus mejores habilidades.
Brandon abrió las maletas y comenzó a desempacar. Armó su rifle más letal y le colocó una mirilla telescópica de alto alcance para comenzar a buscar a su primer víctima. Abajo, la ciudad estaba llena de personas que realizaban sus quehaceres cotidianos sin imaginar que un fusilero adiestrado y letal se estaba preparando para abrir fuego.
Brandon disparó y entonces el caos estalló.
***
Cuando Hannah despertó, lo primero que vio fue el rostro ensangrentado y lleno de lágrimas de su mejor amiga. Las dos estaban tendidas en el suelo, bocabajo, sin ropa y con las manos atadas a la espalda.
—¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué está pasando?!
—¡Nos va a matar! —junto a ella, Doris se destrozaba llorando.
—Te dije que disfrutaría tanto matarlas, y eso haré —Travis se acercó a ella, tomó a Doris y comenzó a realizar los nudos de la horca. Ya llevaba la máscara de plata sobre su rostro, lo que le daba un tinte más siniestro y amedrentador.
Una vez terminado, el hombre la apoyó contra la pared, obligó a la chica a flexionar las rodillas y amarró la soga en una de las argollas. Doris no dejó de gritar, mucho menos cuando el agotamiento de sus piernas se hizo presente.
Unos segundos más tarde, Hannah terminó al lado de su amiga, en la misma posición y con un despreciable hombre, que le describía en susurros la espantosa muerte que le esperaba.
Travis sonrió, se quitó la máscara de plata y finalmente se marchó. Detestaba tener que irse y no poder ver el proceso tan doloroso por el que las víctimas eran sometidas antes de morir, pero tampoco podía quedarse. Debido a que las dos mujeres eran turistas, la policía no tardaría en dar alerta de su desaparición, y él necesitaría una buena coartada para que nadie pudiera relacionarlo. El problema, el garrafal problema y error de todo, es que Travis cometió la estupidez de dirigirse a la Torre del Káiser.
Se cambió la ropa por un conjunto deportivo de tenis y una gorra blanca. Su idea era entrar a un pequeño café que estaba ubicado en el corazón de la ciudad, rodeado todo el tiempo por transeúntes y turistas, y que por ende, cualquiera de ellos podría verificar en interrogatorios futuros, que él realmente había estado allí. Sin embargo, no sabía que su hermano se hallaba en el mirador disparando a diestra y siniestra contra cualquier cosa que se moviera.
Travis dejó su auto en la calle principal, salió de él como quien hace un día normal de su vida y echó a andar rumbo al café. No obstante, un abrupto grito lo hizo detenerse y observar lo que estaba sucediendo. Un hombre venía corriendo en dirección contraria hacia él, sus ojos saltaban de pánico y de su boca borboteaban palabras que ni siquiera tenían sentido. Unos metros más adelante, más personas corrían para esconderse detrás de las paredes y las estatuas.
—¡Al suelo! ¡Al suelo! —gritaba alguien.
Travis frunció el cejo, pero de pronto, una enorme explosión se levantó muy cerca de él. El volvo que Brandon había hurtado de su casa estalló en llamas, siendo detonado por una bomba que él mismo le había colocado.
La gente estaba histérica, corrían y gritaban, nadie sabía de dónde provenían los disparos y muy pocos sabían que la verdadera causa de muerte era por descargas a la distancia.
Desde la torre, Brandon encontró su siguiente objetivo; un hombre de gorra blanca y chaqueta deportiva que para variar le estaba dando la espalda. Cargó, apuntó y disparó.
Travis cayó al suelo cuando la bala le reventó en el cuello. La gente gritó a su alrededor, lo vieron caer, vieron cuando la sangre salpicó el suelo y vieron cuando él comenzó a ahogarse. Un par de hombres corrieron a su rescate, burlaron la lluvia de disparos y consiguieron cargarlo hasta la orilla, llegando justo a tiempo para escuchar la noticia.
—¡Es un francotirador! ¡Está en la Torre del Káiser!
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Editado: 11.11.2024