Día 30
La policía y los peritos se concentraron en el lugar. Lo primero que Keith encontró, fue una enorme alfombra gris tendida en el suelo de la sala, el cual y por cierto, estaba hecho de madera. Al retirarla, no solo encontraron varios rasguños que iban en todas las direcciones, sino que el luminol evidenció una enorme cantidad de sangre que alguien había intentado lavar.
En el interior de la casa también se encontró un modelo de sierra eléctrica, varias bolsas negras, hieleras de plástico, cinta industrial y un pequeño gimnasio. En una de las barras metálicas para hacer pesas también había restos de sangre. No había más, Joseph Patrick Morenco se había colocado en la mira de todos los departamentos policiacos, y ahora, menos que nunca podría ser liberado.
Keith entró al cuarto y colocó sobre la mesa, todas y cada una de las fotografías que los peritos habían tomado en la cabaña, después se apoyó en el borde y observó a los dos hombres.
El abogado miró a Patrick y después al agente.
—Queremos hacer un trato.
—No habrá trato. ¿En dónde está Edmundo?
—No lo voy a decir —Patrick se cruzó de brazos.
—Hagamos un trato, agente —insistió el defensor.
—Ya se lo dije, no habrá trato.
—No tenemos ya nada que perder. Si mi cliente va a juicio, le será imposible encontrar al muchacho.
—Estoy considerando tomar sus palabras como un reto.
—O podría acortar el tiempo de búsqueda. Usted decide.
—¿Qué es lo que quiere?
—Reducción de sentencia.
—¿No se le ocurrió una propuesta más estúpida?
—La aguja de su reloj se detuvo —el abogado señaló la mano del detective—. ¿No le parece una clara señal de que su tiempo se le está terminando?
***
—Gracias por responder mi llamada y venir cuanto antes —Jane cogió su taza de café y se la llevó a los labios. Frente a ella, Geraldine Reynolds hacía exactamente lo mismo.
—Debo decirle que su llamada me sorprendió, señora Agnes.
Jane miró por la ventana, afuera, su fuente de piedra borboteaba tranquila.
—¿Usted está casada, detective?
—Lo estuve hasta hace unos años, cuando mi esposo falleció.
—¿Cómo era él? ¿Cómo la trataba?
Geraldine frunció los labios, la pregunta la tomó por sorpresa.
—Era un verdadero amor. Si hubiera tenido la oportunidad de elegir con quién pasaría el resto de mi vida, sin dudar lo hubiese elegido de nuevo a él. Señora Agnes, ¿le pasa algo?
Jane dejó su taza sobre la mesa y se limpió las lágrimas.
—Siempre me consideré una mujer fuerte y valiente, me juré a mí misma que nunca permitiría que alguien pasara sobre mí, o me hiciera sentir menos. Pero él… Él consiguió derrumbarme.
—¿Quién, señora Agnes?
—Pensé que todo había quedado en el pasado, que por fin podía dejar de sentir miedo y que mis hijos crecerían en un espacio tranquilo. Pero ayer, cuando Alexander me mostró la dirección de aquella cabaña, todos los recuerdos regresaron de golpe.
—¿Ya había estado en ese lugar?
—No precisamente ahí, pero sí en las cabañas rentables del Lago Zunell. Cuando mis hijos eran pequeños, Patrick me llevó allí. Un fin de semana solo para nosotros dos mientras mi mamá cuidaba a los niños, lástima que nada fue como lo imaginé.
Geraldine esperó a que se tranquilizara y después preguntó:
—¿Qué sucedió, señora Agnes?
—Patrick dijo que fue un accidente, pero yo nunca le creí. Rentó un pequeño bote y dos remos para dar una vuelta en el lago, pero cuando yo estaba descuidada viendo los patos, él me golpeó en la cabeza e intentó ahogarme —el llanto de Jane se desbordó—. Intentó matarme. Si no hubiera sido por uno de los intendentes de las cabañas… yo estaría muerta. Patrick le dijo que me había resbalado del bote y que él intentaba ayudarme, me llevaron al hospital y ahí volvió a contar la misma historia. Todos le creyeron.
—Fue entonces cuando usted se divorció de él
Jane asintió.
—No tengo pruebas, pero estoy segura de que él asesinó a Catiana.
La mente de Geraldine trabajó a una velocidad impresionante, y una vez más quedaba demostrado por qué esa mujer seguía siendo el cerebro de la policía. Ya sabía en dónde estaba Edmundo Pólamo. Por desgracia, no eran buenas noticias.
Día 31
El día 12 de agosto, un grupo de buzos se adentró en las profundidades del lago Zunell. El lugar resultó estar atestado de plantas subacuáticas, enredaderas y juncos que dificultaron la búsqueda, no obstante, uno de ellos pudo encontrar una bolsa negra de plástico sumergida entre un nudo de algas. Al llevarla a la superficie, los forenses encontraron varias rocas de gran tamaño y dos manos cercenadas. Tres horas después, los buzos pudieron recopilar un total de cinco bolsas que albergaban restos humanos, entre ellos una cabeza. La desilusión se hizo presente, pues tras llevarlos al laboratorio, los registros dentales confirmaron que los restos pertenecían a Edmundo Pólamo.
#538 en Thriller
#176 en Suspenso
#248 en Misterio
miedo terror y suspenso, muertes tortura secuestros, asesinos violencia historias
Editado: 11.11.2024