Donna y Evan disfrutaban de un día tranquilo en una feria pequeña de la ciudad, una feria en la que al parecer la decoración principal fueron los innumerables maseteros llenos de hermosas caléndulas rojas y anaranjadas. El lugar parecía lleno de personas, pero así mismo también había un par de cosas extrañas que salían del contexto. Por ejemplo, en una carpa a lo lejos, un hombre de anteojos redondos batallaba para sacar de su tienda un feo armario marrón que tenía la puerta rota. Así mismo, una mujer disfrazada de payasita sacudía una peculiar alfombra verde. Y por último, cerca del banquillo de madera en donde Evan y Donna se habían sentado, un par de campanas japonesas no dejaban de moverse y crear un espantoso ruido desafinado.
Desde donde estaba, Donna parecía oír los latidos del corazón de Evan, ese mismo corazón que latía por ella, que vivía por ella y que le pertenecía a ella. Pero entonces la culpa y el miedo se apoderaron de su felicidad.
—Evan —la mujer llamó su atención—. Quiero que me prometas algo.
Pero él no apartó su mirada, a lo lejos apareció un peculiar hombre de impermeable amarillo que cargaba una bolsa negra para tirarla en el contenedor. Evan no sabía explicar qué le pasaba, pero de pronto las cosas que sucedían en la feria atraían por completo su atención.
—Evan… —Donna insistió.
—¿Promesa de qué, cariño?
—Si un día, yo llegase a faltar en tu vida…
—¿Qué dices? ¿De dónde has sacado eso?
Y sin esperarlo, la mujer se puso de pie y comenzó a caminar.
—Espera, Donna, ¿por qué me haces este tipo de preguntas? ¿Piensas terminar nuestra relación?
—¡Nunca! Jamás pensaría semejante disparate —ella se detuvo y se giró hacia él.
—¿Entonces?
—Si te lo explicara, sería muy difícil entenderlo.
—Cariño… —pero antes de que él pudiera tocarla, el claxon de un Volkswagen escarabajo lo hizo apartarse. Sin darse cuenta, Evan se había colocado muy cerca del camino por donde los autos entraban al carnaval.
—¿Estás bien? —pero cuando lo tocó, el hombre se le quedó mirando. Donna tenía las manos congeladas.
—Estás muy fría.
La mujer se apartó de él.
—Vayamos a casa, ya no quiero estar aquí.
Al regresar, Donna y Evan se metieron a la cama, hicieron el amor como dos adolescentes enamorados y entonces se quedaron profundamente dormidos; abrazados, felices, pensando en el día siguiente y en el futuro que les esperaba. No obstante, cuando Evan entró oficialmente a los confinamientos de su sueño, Donna se dio la vuelta, le acarició la frente y una lágrima resbaló de su propia mejilla.
—Mañana, cuando despiertes y la policía te visite, entenderás que solo he venido para despedirme —le dijo.
Día 18
Fue el ruido del timbre lo que le hizo despertar. Confundido por el difuso recuerdo de la noche pasada, Evan hizo de lado las sábanas, caminó hasta la puerta de entrada y habló con voz somnolienta:
—¿Quién es?
—Señor Hudson, somos la policía.
Evan frunció el cejo y abrió la puerta. Al otro lado había dos detectives.
—¿Les puedo ayudar en algo?
—Señor Hudson, queremos hacerle un par de preguntas.
—¿Preguntas sobre qué?
—Sobre su esposa.
—¿Mi esposa? ¿Qué pasa con ella?
—Una compañera de su trabajo levantó una denuncia por desaparición. En su reporte dijo que no se había presentado a trabajar y que no era normal en ella.
Evan abrió los ojos como platos.
—¿Desaparición? Pero si mi esposa está aquí, conmigo.
El detective asintió.
—¿Podemos hablar con ella?
—Por supuesto —Evan se apretó las cintas de su bata—. Pasen y tomen asiento, regreso enseguida.
El hombre volvió a subir las escaleras y se dirigió a su recámara. En su rostro se podía apreciar una mueca de preocupación y desconcierto. Se dirigió al baño y abrió la puerta, pero se quedó petrificado cuando no escuchó el ruido de la regadera.
—¿Donna? —y al abrir la cortina, su mayor miedo se hizo realidad. La regadera estaba vacía y tan seca como si alguien no la hubiese utilizado en horas.
Evan siguió gritando, la buscó en todos los rincones de la segunda planta; en los armarios y en las habitaciones que ella más frecuentaba, pero no había nada. Preocupado, el hombre regresó a la sala, tenía el rostro pálido y un terrible dolor de estómago que casi le imposibilita caminar. Los detectives compartieron una mirada sombría.
—Señor Hudson, acompáñenos a la comisaría, por favor.
—Cómo, cómo es posible esto —Evan se negaba a creerlo—. Ella estaba aquí, se estaba duchando… Salimos, ayer 9 de diciembre salimos a festejar nuestro aniversario y después regresamos a casa, pero ella seguía a mi lado.
—¿Ayer? —uno de los detectives frunció el cejo.
—Sí, ayer.
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Editado: 11.11.2024