Día 19
La alarma sonó incesante, anunciaba que un día nuevo estaba comenzando y él debía abrir los ojos para marcharse al trabajo. No obstante, ya nada de eso era posible. La noche anterior, Evan había llamado a Bill, el gerente del sitio en donde laboraba, para presentarle su renuncia, pues no pensaba descansar hasta tener de nuevo a su esposa con él.
Se dirigió a la cocina con la intención de prepararse una taza de café, pero apenas se paró frente a la ventana del fregadero, avistó a lo lejos cómo su vecino yacía arrodillado sobre la tierra mientras plantaba un par de caléndulas anaranjadas.
—Caléndulas —estaban en sus recuerdos.
Sin pensarlo más, Evan dejó de lado la taza de café y salió al jardín. Al verlo, Víctor esbozó una enorme sonrisa.
—Buenos días, vecino.
—No tan buenos, señor Carcedo —Evan intentó regresarle el gesto.
—Disculpe, olvidé el horror por el que seguramente está pasando. ¿Todavía no tiene noticias de… ella?
Pero en lugar de atender su pregunta, Evan centró su atención en la bolsa plástica transparente que contenía abono. Aunque más que abono, parecían cenizas.
—¿Qué marca de fertilizante utiliza?
Desde el suelo, Carcedo levantó su mirada.
—Eh… Es una mezcla extraña —el hombre tomó la bolsa y comenzó a guardarla junto con sus otras herramientas de jardinería. Estaba claro que su faena había terminado y ahora planeaba marcharse.
—¿Mezcla de qué?
—Ah… Tierra y cenizas… de algunos troncos.
—¿Cenizas de tronco? ¿Para eso adquirió el horno industrial?
—¿Ho, horno industrial?
—Mi esposa me lo comentó.
—Ah, sí, ese horno —el hombre comenzó a caminar hasta su casa—. Sí, para eso lo compré.
—Le podría ayudar si gusta.
—No, no hace falta, pero se lo agradezco —y sin más, el señor Víctor cerró la puerta.
Evan regresó a la sala de su casa, tomó una libreta y un lápiz y después se sentó en uno de los sofás para escribir todo lo que había visto en esos aparentes recuerdos. Frente a él y sobre la mesita yacía una libreta, un lápiz y un tarro de café. No obstante, en su cabeza todos los recuerdos parecían estar en blanco.
—Vamos, piensa. Por favor, recuerda todo —Evan cerró los ojos y presionó sus sienes hasta que su inconsciente por fin hizo aflore de lo que necesitaba.
El día estuvo compuesto por un hombre de impermeable amarillo que cargaba una bolsa negra, varios maseteros llenos de caléndulas, el armario con la puerta rota, las pequeñas campanas japonesas que se movían con el viento, la alfombra verde y el antiguo Volkswagen escarabajo. De pronto, el claxon del auto le hizo abrir los ojos. Evan tenía la frente perlada de sudor, sin embargo pudo percatarse de que el sonido no solo había venido de sus pensamientos. Afuera, el señor Carcedo se marchaba en un auto parecido al que casi lo atropella en su recuerdo.
¿Coincidencia? No lo creía. El hombre se levantó, anotó todas las imágenes que había recordado y después de arrancar la hoja, se dirigió a la comisaría.
Se dio cuenta desde que salió, pues fue como si los brazos invisibles de su casa la dejasen a su suerte. Fue como si esta le susurrara: es hora, debes cuidarte sola. Por algún extraño motivo, el viento le sabía a muerte y terror, era una amalgama de sensaciones desconocidas y surreales. En su camino, el vecindario con sus jardines y casas, todas ellas alineadas perfectamente, comenzaba a desvanecerse y el sol era cubierto por un par de nubes grises. No había duda de que el cielo encapotado se trataba de un presagio de horror inminente. De pronto y como si fuese el zumbido de una abeja acercándose a ella, un auto apareció de la nada, entre los sembradíos y los árboles, corriendo detrás de ella. Persiguiéndola como si el tiempo se le fuese a terminar…
—Creo que sé en dónde está mi esposa —Evan se plantó en la oficina de uno de los detectives, y tras colocar la hoja de papel sobre el escritorio, procedió a detallarle lo que había sucedido. O al menos lo que él podía entender.
Al finalizar, el detective simplemente lo miró.
—Qué espera, envíe una patrulla a esa casa.
—Señor Hudson, ¿ha escuchado todo lo que me dijo?
—Por supuesto que sí.
—¿Y la idea no le parece descabellada?
—¿Disculpe? No me mire así y hágame caso. Quizá cuando lleguemos, mi esposa pueda estar… —la simple idea le revolvió el estómago.
—Señor Hudson, fuera.
—¿Qué?
—Lo que me ha dicho suena totalmente desquiciado.
—Bueno, desquiciado o no, ya es un avance a lo que ustedes están haciendo.
Los ojos del detective se llenaron de brasas.
—Estamos buscando a su esposa, señor, créame que no es el único caso.
—Y lo entiendo, pero entiéndame usted a mí. Es mi esposa. Es el amor de mi vida a quien estoy buscando.
—Basta, señor Hudson, márchese ahora.
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Editado: 11.11.2024