Psicosis

Caso 31. Soy Helena, y no tengo miedo (1/3)

Día 1

Helena Darren.

Gladis Bárcelo se hallaba escribiendo en su pequeña libreta de apuntes cuando el autobús en el que viajaba cayó en un bache e hizo un movimiento brusco. La tinta del lapicero se corrió y ella decidió guardarla para que el resto de sus notas no se fuesen a dañar. Cuando Gladis miró a través de su ventanilla, los campos llenos de árboles y pinos la hicieron volverse a cuestionar lo que estaba haciendo. Hace unos días, uno de sus compañeros de trabajo entró a su oficina y le pidió hablar con ella, pero apenas la conversación se dio por terminada, Gladis se le quedó mirando y finalmente le preguntó:

—¿Acaso dijiste…? ¿Las Montañas de los Remolinos?

El psiquiatra al frente suyo asintió.

—No creo que mi visita sea bien recibida, Pierce. Normalmente sus lugareños son… bastante apegados a su cultura y creencias.

—Lo sé, y créeme que lo pensé mucho para venir a contártelo.

—¿Qué es exactamente lo que quieres que haga en esas montañas? Entiendo que la asistencia emocional es importante y debería llegar a todos los rincones del mundo, pero no entiendo cuál es tu principal objetivo.

—Voy a serte sincero; mi objetivo no tiene nada qué ver con la masa, sino con una sola persona en específico. Se llama Helena Darren, y por la carta que me envió Charles, el médico rural que asiste a los pobladores, están desesperados para encontrarle una solución.

—¿Cuál es el diagnóstico?

—Hasta este momento no lo sabemos. Yo no he tenido la oportunidad de ver ni hablar con Helena, y no puedo basarme cien por ciento en el diagnóstico ni en la palabra de un médico, por lo tanto no puedo decirte exactamente lo que está sucediendo.

—Pero tienes una idea.

—La tengo, la pregunta es, ¿qué tan cierta puede llegar a ser?

—Te escucho.

—Creo que Helena padece brotes psicóticos. Si son constantes o no, no lo sé. Si son un padecimiento específico dentro de la psicosis, tampoco lo sé.

—¿Y el problema? Porque el tono que estás utilizando augura que existe o existirá un problema más.

—Helena tiene diez años.

—¿Once… años? ¿Es posible una psicosis a tan corta edad?

—¿Lo ves? Estás dando por hecho que ya existe un trastorno.

—Lo lamento. Primero debemos averiguar si estos supuestos brotes psicóticos son fragmentaciones reales, o son la base de una imaginación razonablemente infantil.

—Quiero pedirte que viajes a Las Montañas de los Remolinos, Gladis, y te entrevistes con ella y su madre y averigües qué está sucediendo.

—¿La madre está de acuerdo? Si tiene diez años, Helena es todavía menor de edad, y recuerda que sin la autorización de los tutores, nosotros no podemos intervenir.

—De hecho… fue la madre quien le pidió al médico que me enviase una carta. Está en un punto que le aterra pensar que su hija pueda hacerse daño o dañar a las personas de su alrededor. Gladis… sabes que a mí me hubiera encantado tomar el caso, pero soy líder de nuestro próximo congreso y no puedo cancelar mi asistencia. Pensé decirle a Charles que me presentaría una vez terminado el congreso, pero su desesperación me indicó que no era posible seguir esperando.

Gladis posó su mirada en el triángulo de resina que había sobre su escritorio mientras consideraba la petición. Al final, decidió aceptar.

Llegó a su destino a eso de las dos quince de la tarde. Cuando el autobús se detuvo en la parada, cogió su pequeña maleta y se apresuró a bajar. El lugar era tal y como ella se lo imaginó: diminutas casitas hechas de madera que se apilaban sobre las montañas, lagos, ríos, calles empedradas y múltiples iglesias. Y por si fuera poco, nada de señal para su teléfono y su ordenador.

—¡Buenas tardes! —Gladis entró a una pequeña cabaña de madera. Arriba, la chimenea desprendía un humo blanco, lo que indicaba que alguien estaba dentro, y si mal no se equivocaba, aquello se trataba del consultorio del médico.

—Dígame. Oh, eres tú. Bienvenida, adelante, adelante —un hombre bastante bajito y ataviado con una bata blanca se asomó desde la cocina.

Cuando Gladis entró, sus botas produjeron un terrible crujido sobre el piso de madera, se quitó el abrigo, la bufanda y los colgó en el perchero de la entrada. Maldijo que Pierce hubiera tenido todo el verano y justo decidiera enviarla en invierno.

—Soy Gladis Bárcelo. Me envió…

—Pierce. Sí, yo se lo pedí. Me llamo Charles, pero usted puede decirme… Charles. De hecho no importa, no es como si hubiese tantas personas que desearan ponerme un sobrenombre cariñoso. ¿Ha escuchado hablar sobre este sitio?

—Sí.

—Cosas malas, supongo.

—Eh…

—Me lo imaginé. No sabe el trabajo que me ha costado mezclarme entre los habitantes, y aunque a casi cinco años de mi llegada algunos sigan prefiriendo utilizar las hierbas y plantas para curarse, ya es ganancia que no hayan optado por lincharme.

Gladis pensó de inmediato en lo que había leído sobre los habitantes de Las Montañas y su limitado permisivo a la hora de dejar que forasteros interfieran, o en el peor de los casos, alteren sus creencias y costumbres.




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