Psicósis millonaria

Metálico

La primera vez que escuché un quejido suplicando piedad, tenía apenas diez años. Sentirse miserable cada día era, irónicamente, lo más sencillo del mundo.

Por más que caminara o corriera, intentando escapar de ese olor nauseabundo y metálico a sangre, siempre terminaba encontrándome con el. Me perseguía, pegajoso, como un recordatorio de que todo a mi alrededor era rojo y putrefacto.

Los pequeños cuerpos estaban apilados a lo largo del sendero, ocultos en las afueras de la próspera ciudad de millonarios psicóticos.

Los llantos incesantes.
El estruendo.
Ese vibrante sonido de terror que anunciaba la “recolección” de niños a los que les arrancarían el alma.

¿Una simple diversión para millonarios enfermos?

¿Una nueva tendencia en tortura para alimentar su brillante reputación?

Una clandestinidad disfrazada de autoridad absoluta.

Risas por doquier.
Gritos que nadie escuchaba.
Y nuevamente, el hedor metálico de la sangre fresca.

Un país gobernado por psicópatas.




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