Psicósis millonaria

El inicio de todo

—Andando, Carter. Usa tus cinco sentidos ahora mismo o podríamos acabar muertos.

—Tú eres el lento, Nicolás. Por eso dejaste que se llevaran a ese niñato.

—No me culpes por eso ahora. Baja la voz.

Así nos adentrábamos, Carter y yo, en aquella mansión repleta de túneles. Irónico, tratándose de millonarios con trajes pulcros y fachadas perfectas. Era como un huevo elegante, pero con el núcleo podrido y vacío.

Quizás te preguntes: ¿por qué estábamos ahí dentro? ¿Y por qué Carter hacía tanto ruido con cada paso?

¿Nosotros?

Dos jóvenes algo rotos e inestables, pero miembros de una organización que luchaba contra las lacras millonarias. Salvábamos a niños en condiciones deplorables, a veces al borde de la muerte.

No voy a endulzarte la historia. No siempre lográbamos rescatarlos. No siempre podíamos soportar ver sus cuerpos abiertos o ya sin vida. No siempre los manteníamos con nosotros. A veces, los perdíamos incluso después de haberlos encontrado.

Cuatro reglas simples:

1. No hacer ruido. Ser audaz.

2. Rescatar solo infantes vivos o heridos. Estar alerta ante ventanas.

3. No investigar más de la cuenta. No perder a los rescatados.

4. No más de cinco minutos.

Últimamente, esa cuarta regla se nos estaba haciendo imposible. Las lacras habían empezado una nueva forma de experimentar.

Niños inyectados con una sustancia que los hacía reír mientras los desangraban.

Como ahora. Volvíamos por segunda vez por un niño con una herida abierta en el estómago, riendo como si no sintiera nada.

Tres minutos en el reloj. Carter no paraba de hacer ruido al pisar ese maldito suelo.

—Carter, demonios, controla tus pasos —le susurré, dándole un codazo.

—Si no fuera por ti, no estaríamos de vuelta —frunció el ceño.

Por fin, el laboratorio apareció a la distancia. Y ahí estaba el niño. Sentado en una banca metálica, con la sangre deslizándose por el suelo. Pero su sonrisa seguía intacta.

—Malditos bastardos —murmuró Carter.

—Tómalo. Cuatro minutos. No tardan en llegar.

Carter se acercó rápidamente, le inyectó un tranquilizante y lo alzó en brazos. Salimos del lugar con las armas listas.

Las guerras entre nuestra organización, Oporter, y los soldados de las lacras eran cada vez más comunes. Luchábamos por algo tan simple y tan brutal: el derecho a nuestras tierras, a nuestro cuerpo… incluso a nuestra alma.

¿Cómo habíamos caído tan bajo?

El último presidente, Fran Satelic, una criatura egoísta hasta la médula, nos engañó para ceder todos nuestros derechos a la presidencia. Tras un brote de locura, su hijo Jacob Satelic heredó el poder… y con él, el caos.

Se enamoró de una mujer inglesa: Jalet Brown.
Contactos con mafias internacionales.
Su único placer: torturar.

Mató a su esposo tres días después de la boda, ganándose el control total del palacio de gobierno.

Y, claro, el documento donde cedíamos nuestros derechos pasó enteramente a sus manos.

Así nació el infame "comercio de derechos integrales".

Ese día maldito, en la plaza principal, publicaron los tres puntos de su nuevo régimen:

• La creación de su asociación, aislada del pueblo tras una gran muralla, con lujos y placeres sin límites.
• Nuestros cuerpos les pertenecían. Podían hacer con nosotros lo que quisieran.
• Trabajo forzado en los campos de cultivo.

Esa misma tarde, soldados de Jalet irrumpieron en cada hogar, secuestrando mujeres para convertirlas en prostitutas dentro del búnker llamado "Satelic".

Luego vinieron por los niños.

Nuestros días nunca volvieron a ser iguales. Aún recuerdo la imagen de mi madre, arrastrada por extraños hacia un convertible negro. Nunca la olvidé.

Los experimentos escalaron en intensidad. Se volvieron un espectáculo adictivo. Las montañas se llenaron de pequeños cuerpos sin alma.

Los niños de tres a cinco años eran su adquisición más preciada. Los traficaban como si fueran carne de lujo.

No sé bien cómo terminé en Oporter. Pero decidí pelear por esas pequeñas vidas. Por cambiar esta asquerosa mediocridad que llamábamos “realidad”.

Porque sé que mi madre estaría orgullosa.
Porque no éramos bestias.
Y no permitiríamos que jugaran con nosotros como si lo fuéramos.




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