"A lo largo de la historia siempre ha habido tiranos y asesinos, y por un tiempo han parecido invencibles. Pero siempre han acabado cayendo. Siempre."
*
Dallas Becher había tenido una pesadilla…
Otra vez.
Se encontraba sentado al pie de la cama, con los pies colgando y las manos aferradas a su cabeza, contando el número de camas que había en la habitación en un vago intento por apartar aquel mal sueño que había tenido. Aquel que lo había estado persiguiendo desde hace meses.
Siete, ocho, nueve… Siguió contando, hasta que se topó con una mirada azul.
Richard, uno de los niños más grandes lo estaba mirando de una forma bastante peculiar; lo miraba como si se tratase de un loco.
El niño era feo por donde lo miraras, o eso pensó Dallas; tenía un parche en el ojo izquierdo que usaba para asustar a los niños más pequeños —y que no podía quitarse puesto que el hueco que tenía en donde se suponía que se encontraba su ojo, asustaba aún más— y unos dientes chuecos y amarillentos que le daban un aspecto aún más terrorífico. Cuando varios padres visitaban el orfanato en busca de un huérfano al qué adoptar, ni siquiera se molestaban en mirar a Richard y eso era algo que Dallas le envidiaba.
—Duérmete ya, mocoso.—gruñó con aire adormilado.
El niño lo siguió mirando, como si no lo escuchase.
—¿No me has oído? Pareces un loco ahí sentado.
Un par de niños que tenían a sus costados comenzaron a removerse inquietos por la voz de Richard.
—Me levantaré y te daré una paliza.—amenazó con seriedad, comenzaba a cansarse.
Dallas no se movió. Lo observaba de una forma que a Richard se le antojó siniestra, como si estuviera a punto de hacer algo malo. La mirada que tenía la mayoría del tiempo.
Entonces, la enorme puerta de la habitación se abrió, mostrando la silueta de una mujer que caminaba con una linterna con cuidado de no despertar a los niños; era Joanne, su maestra.
—Pequeños—dijo con dulzura cuando los tuvo en frente—Es hora de dormir. Despertarán a sus compañeros…
—Fue Dallas—se quejó Richard arrugando la nariz.
Joanne acarició la cabeza de Dallas, dedicándole una mirada maternal. De todas las maestras que trabajaban en el orfanato, Joanne era la única que le agradaba a Dallas; lo trataba bien, con una paciencia que los demás niños —y en especial Richard— envidiaban. Sin embargo, ella lo hacía porque sabía que el pequeño lo necesitaba, porque lo único que aquel niño de ojos cafés conocía, era el sufrimiento, la soledad y una vida que no valía la pena ser vivida.
—¿Otra pesadilla?
Dallas asintió, borrando la mirada siniestra que Richard había visto cuando la miró a ella; la bonita mujer que cuidaba de él. Joanne sonrió.
—No te preocupes, me quedaré contigo hasta que te duermas.
—Señorita…—intervino Richard cuando escuchó aquello—Está fingiendo, ese niño no siente nada.
Joanne acarició la mejilla de Richard; sabía que estaba celoso.
—No me molesta quedarme con él, cariño. Además, Dallas sí siente, todos los niños sienten—defendió—Es solo que no sabe cómo demostrarlo.
Intentaba decirles lo mismo a todos los niños que se referían a Dallas Becher de la misma forma, pero no lograba convencerlos porque la actitud del niño no mejoraba con el tiempo como ella les había asegurado.
Rendido, Richard se dio la vuelta y volvió a dormir.
La mujer colocó la cabeza de Dallas en su regazo y comenzó a tararear una canción. Los gritos que vivían en los recuerdos del niño se disiparon hasta desaparecer y una enorme tranquilidad lo invadió.
Dallas Becher cayó en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, la señorita Joanne le dijo a Dallas que una familia quería verlo y que, de ser posible, lo adoptarían enseguida.
Al niño esa idea no le parecía; no quería tener papás, ya había tenido unos y para él fue un verdadero infierno. Se preguntaba porque no todos veían eso de la misma forma. Todos querían tener papás, las maestras querían y se esforzaban mucho para que adoptaran a un niño. Dallas rechazaba esta idea, estaba muy bien en el orfanato.