—¡Ayuda!—, gritaba la joven Lilian Torser corriendo con el cadáver de su hijo en sus manos.
Era solamente un feto de cinco meses, que había salido repentinamente de su vientre.
Por sus pálidas piernas corría sangre, la misma sangre que chorreaba de sus manos, colocadas en forma de ofrenda.
La calle era larga y empolvada. Sin embargo nadie se atrevió a brindarle ayuda. Por el contrario, todos cerraban sus ventanas y puertas justo después de hacer la señal de la cruz en sus cuerpos.
—¡Brujería!—,susurró la pescadera mirando como esa joven chica pasaba caminando frente a su pequeño negocio.
La ignorancia de las personas era tan densa como la niebla gris que siempre adornaba el pueblo. Los días eran tétricos, y este tipo de cosas pasaban muy seguido.
Hacía muy poco tiempo que las personas en el pueblo habían dejado de quemar a las mujeres que recibían su menstruación. Pero que un niño saliera del vientre de su madre de manera espontánea, sin duda era consecuencia de algún pacto con satanás.
No tardó mucho tiempo para que los hombres más "valientes" del pueblo la rodearan con palos y antorchas en sus manos.
—¡Por favor! ¡Deben ayudarme!—, suplicaba la atemorizada Lilian.
Sin embargo esos hombres no se atrevían a tocarla. La postura de ellos era firme, pero en realidad sus cuerpos temblaban debido al miedo.
—¿Llamaron al cura Adrien?—, preguntó Aldo Rimer, aquel barbudo herrero.
—¡Ya viene!—, respondió el tembloroso Carl Sprinter, campesino.
El cura Adrien no tardó en llegar, y encontrarse con aquella terrorífica escena.
Era como una imagen sacada directamente desde la peor pesadilla.
—Es una bruja. Debe ser purificada—, exigió el herrero.
—¡No soy bruja!—, exclamó Lilian. Ella sabía perfectamente que le pasaría si era acusada de brujería.
—¡Cállate!—, gritó Aldo Rimer golpeando las costillas de Lilian con la punta de un palo.
Lilian Torser cayó de rodillas al suelo, pero sin dejar caer el cadáver de su pequeño bebé.
Las quejas y exigencias de los pueblerinos se hacía cada vez las fuerte y notoria. Sin embargo el cura Adrien tartamudeaba sin saber que hacer. Era la primera vez que algo así pasaba en el pueblo.
—¡Debemos quemarla! ¡Esa es la ley del pueblo!—, exigió la pescadera.
—Hijos míos... Debemos mantener la calma—,pidió el cura tratando de poner orden.
—¿Calma?... ¿Mientras que nuestras cosechas mueren y nuestros hijos se enferman?—,recriminó una mujer campesina desde la multitud.
—Es usted muy débil para este pueblo. Necesitamos a alguien fuerte—, dijo Aldo Rimer. Siendo él el primero en golpear la cabeza de Lilian, -¡Estamos plagados de brujas!-.
La sangre que antes salía desde su entrepierna, ahora salía de su cabeza a gran velocidad mientras que los demás pueblerinos se miraban a los ojos.
La ley del pueblo se trataba de que el hombre puesto por Dios en la iglesia fuera quien purificara a las consortes del diablo.
Sin embargo en esta oportunidad, el hombre que habían enviado desde la capital, se comportaba de forma muy blanda. Incluso había perdonado a un par de chicas sospechosas de brujería.
El espíritu entusiasta de Aldo, poco a poco fue contagiando a los habitantes de Oxlander, quienes comenzaron a golpear sin piedad a la pobre Lilian.
Las manos que antes protegían el cadáver de su pequeño hijo innato, ahora protegían su cabeza de manera inútil.
Sus huesos se quebraron rápidamente debido a lo contundente de los golpes. Sin embargo aún seguía respirando.
—Por nuestros hijos—, dijo Aldo lanzando el palo sobre el cuerpo de Lilian.
Todos los demás hicieron exactamente lo mismo, y con las antorchas comenzaron a quemar el cuerpo de Lilian.
El olor a carne quemada comenzó a llenar el pueblo de forma inmediata. Sin importar que cerraran puertas y ventanas.
Ese olor era nauseabundo. Pero los habitantes de Oxlander estaban muy acostumbrados a esa fragancia.
En una casa un poco distante, se encontraba Enmily Ross queriendo observar a través de la ventana lo que sucedía afuera de su casa.
—¡Cierra la ventana de inmediato!—, ordenó su padre.
Enmily frunció el ceño. No estaba de acuerdo con el yugo que su padre imponía sobre ella y su pequeño hermano, Samier.
Aún así, decidió obedecer a su padre cerrando la cortina que protegía la ventana.
—Vuelve a la mesa, por favor.
El señor Ross estaba contrariado. Nunca sería capaz de decirlo. Pero siempre odió esa brutalidad con la cual asesinaban a esas pobres chicas. Tenía pesadillas con que esa maldad pudiera alcanzar a su inocente Enmily, al igual que alcanzó a su esposa hace un par de años.
Enmily regresó a la mesa junto a su hermano y su padre. En silencio, tomó asiento estando totalmente cabizbaja.
—Come tus alimentos.
Enmily comenzó a comer las pocas partes buenas de una zanahoria podrida.
Esa misma tarde el cura Adrien decidió marcharse del pueblo en una carreta.
Pasó muy lentamente frente la casa de Aldo, el herrero.
—Llevo conmigo una carta para entregarla en la capital. Haré lo posible para que manden a alguien más calificado para el puesto—, dijo el cura.
Aldo solamente asintió con la cabeza.
—Ahora será mejor que me vaya. Ya comienza a caer la noche.
El cura se notaba claramente afectado. En sus ojos podía verse fácilmente el temor, y en su voz era muy evidente el temblor de su cuerpo.
—Por favor, cuida mucho de tu familia—, pidió el cura antes de seguir su camino.
Aldo solamente tomó a sus dos pequeños hijos que estaban curiosamente asomados en la puerta.
Antes de cerrar, miró a la distancia ese misterioso bosque frente a su casa.
La niebla era espesa, y la oscuridad comenzaba a caer rápidamente.
Sin embargo se podían ver esas ánimas asomadas detrás de los árboles. Eran pálidos y tenebrosos. Por eso nadie se atrevía a salir de noche.