¿Puedo?
Un fanfic Phoenix Wright x Miles Edgeworth, por Ami Mercury
Miles tiembla como una hoja entre sus brazos. Es tan pequeño que podría caberle en el bolsillo de la chaqueta. Es un hombre adulto, pero tiene nueve años y vuelve a estar encerrado en una cabina de ascensor, con un arma en la mano y su padre muerto en el suelo.
Solloza. Se estremece. Y Phoenix tiene toda la paciencia del mundo porque sabe que Miles le necesita.
Todo se ha sacudido hace apenas unos minutos. El destino ha querido que Miles Edgeworth se encontrara en su despacho a esas horas de la mañana, cabreado, ultrajado, deliciosamente furioso con ese eterno surco en el entrecejo que Phoenix lamería gustoso si fuera apropiado. «Tu eterna costumbre de meter las narices donde no te llaman me ha acarreado un problema de los gordos, Wright, y no voy a dejar que te vayas de rositas», ha dicho. Y entonces ha comenzado el rumor.
Primero lejano, después más cercano hasta convertirse en un estruendoso preludio del desastre. Y luego, el suelo bajo sus pies se ha convertido en gelatina, las paredes han vibrado y algunos libros de la estantería han decidido abandonar el lugar que les pertenece. Phoenix no recuerda en qué momento de todo el aterrador episodio ha recorrido los dos metros escasos que lo separaban de Miles y lo ha protegido contra su pecho.
—Ya ha pasado, tranquilo —murmura sin soltarlo.
A Miles le aterran los terremotos. A Phoenix le aterra que el abrazo tenga que acabarse.
El fiscal asiente. Mueve los brazos despacio, como si temiera caer a un abismo inexistente en el momento en que la protección física a su alrededor deje de estar ahí. Y, al parecer, sus temores son fundados, porque con el primer soplo de aire que corre entre ambos, llega la primera réplica. No es tan violenta como la anterior sacudida; apenas dos segundos de un temblor monótono, casi arrullador, y ya se ha acabado. Pero eso también es más de lo que Miles puede soportar, y esta vez ha sido él quien se ha aferrado al salvavidas que es Phoenix.
Debe ser desesperante tenerle pánico a los terremotos en una zona en la que la tierra tiembla varias veces al año. Phoenix sabe que nunca podrá entenderlo del todo, pero al menos puede estar ahí si Miles le necesita.
Quiere que le necesite. Lo desea con todas sus fuerzas porque hasta ahora solo ha obtenido mensajes contradictorios. Miradas de desprecio, bufidos generados por alguno de sus chistes de padre, levísimos sonrojos durante los protocolarios apretones de mano tras un juicio especialmente difícil, sonrisas mal disimuladas tras una taza de té con limón. Huidas del país después de lo que Phoenix creyó que era una declaración.
«Sentimientos innecesarios», dijo Miles. Los sentimientos de Phoenix no son para nada innecesarios. Son el aire que respira, aunque a veces no le dejen respirar.
La segunda réplica apenas se nota, pero Miles se vuelve a tensar y ahora el abrazo es tan estrecho que ambos parecen a punto de fusionarse. Es lo que Phoenix quisiera. Fusionarse con él, meterse debajo de su piel y tocar ese corazón que guarda bajo mil candados que ni siquiera la magatama de Maya puede abrir. ¿Es apropiado pensar en sus labios cuando apenas está superando un ataque de pánico importante?
No.
¿Puede Phoenix dejar de hacerlo?
Claro que no.
La tierra ya no vuelve a temblar. Un silencio pesado los envuelve. Ni un alma se atreve a respirar en las calles, por si el suelo decidiera responder con una nueva sacudida. Y que no se atrevan, porque el más mínimo ruido podría romperlo todo entre ellos.
Miles tiene la cara pegada al pecho de Phoenix y debería estar sordo como una tapia para no escuchar los latidos de su corazón. Ahí adentro hay una tormenta. Un concierto de timbales que se redobla en cuanto siente que el abrazo vuelve a perder rigor.
Ya se ha acabado, piensa Phoenix. Ahora que el suelo vuelve a ser una superficie estable y rígida, Miles ya no le necesita. Ha sido un consuelo temporal, un pilar de carne y hueso al que agarrarse cuando nada más a su alrededor tiene la estabilidad necesaria. Ahora Miles volverá a fruncir el ceño y ocultará su bochorno tras una máscara de orgullo, y lo dejará de nuevo con esa sensación de vacío, esa desazón de quien sabe lo que quiere pero no puede alcanzarlo. Es pura resignación y hace mucho que decidió rendirse a ella, porque la alternativa era infinitamente más dolorosa.
Por eso, al quedarse el abrazo suspendido en el tiempo, Phoenix no entiende nada.
—Wright…
Su apellido suena extraño en los labios de Miles. Casi íntimo. Es un «Wright» que sabe dulce y huele a pasteles recién horneados en vez de al café amargo de Godot. Es un «Wright» pronunciado a media luz con la espalda aún encorvada y el miedo en las pupilas. Es un «Wright» que dice muchas más cosas de las que aparenta.
—¿Sí? —inquiere Phoenix, porque si ese silencio continúa creerá que Miles ha dicho su apellido solo porque le gusta cómo suena, y eso podría abrirle la puerta a la esperanza.
La esperanza está aporreando para que la dejen salir. Grita y patalea y funde el muro de acero tras la que Phoenix la tiene cautiva, y cuanto más tarda Miles en replicar, más espacio hay para que salga. Cuando Miles se yergue y se cruzan sus miradas a solo unos centímetros, la esperanza ya campa a sus anchas por la habitación.