Mamá duerme en el sillón, con una manta liviana sobre las piernas y la cabeza ladeada hacia un costado. La televisión está apagada, pero el control remoto sigue en su mano, dándome a entender que se quedó dormida viendo uno de sus programas. Respiro aliviada cuando la escucho inhalar y exhalar, aunque no lo hace de forma pareja. Cada tanto su pecho se eleva de más, como si necesitara un esfuerzo extra para hacerlo de la forma correcta, como si le costara cada vez más hacerlo.
Me quedo mirándola unos segundos. Demasiados para contarlos. Después sigo mi camino.
Voy a la cocina con la intención firme de ordenar algo, cualquier cosa. Necesito sentir que al menos una parte del mundo todavía responde cuando la toco, que soy productiva para algo, aún no iba al trabajo y me estaban consumiendo mis propios pensamientos.
Abro la ventana. El aire frío de la mañana entra de golpe y me eriza los brazos. Huele a humedad, a calle recién despertada. Me pongo a lavar los pocos platos que quedaron de ayer. Un vaso, un plato más chico y una taza con restos de café seco.
Sin querer, hago un mal movimiento y el vaso de vidrio se me resbala de las manos.
El ruido es seco, violento. El vidrio estalla contra el piso frío de baldosas y algunos pedazos del vidrio se desplazan cerca de mis pies.
—Genial... —murmuro, sin ganas de decir nada más.
Me quedo quieta, con las manos todavía quietas por el susto, mirando los restos brillantes abajo de mí. El corazón me late rápido por algo tan insignificante que hasta me da bronca. Cierro la canilla de agua, busco la escoba y la pala para barrer con cuidado. El sonido de los pedacitos de vidrio juntándose me sube aún más los nervios.
Tiro todo a la basura y respiro hondo. Decido cocinar algo simple hoy. Fideos. No hay forma de que eso también me salga mal.
Lleno la olla con agua, la pongo al fuego y después de poner los fideos en el agua me quedo parada frente a la hornalla, como si vigilarla fuera una tarea que requiriera de toda mi atención. Mientras espero, abro el cajón del mueble a mi lado, el que tiene guardados los medicamentos.
Tiene pastillas de distintas cajas, colores y tamaños. Alguno que otro frasco con las etiquetas arrugadas. Horarios escritos en papeles sueltos, algunos con mi letra, otros con la de mamá. "Mañana", "noche", "ayunas". Saco uno, lo leo. Lo vuelvo a guardar. Saco otro.
No me acuerdo si este iba antes o después del desayuno. Me froto la frente con rabia por no poder prestar atención a las cosas, era la responsable de todo en esta casa y no podía siquiera acordarme de lo que tenía que tomar mi propia madre.
Voy hasta la cocina para darle un vistazo rápido a los fideos, El agua todavía no hierve del todo.
Yo aprovecho para sacar dos platos limpios del escurridor y llevarlos a la mesa del living.
El agua todavía no hierve del todo. Aprovecho para sacar los platos limpios del escurridor y guardarlos. Uno por uno. Taza, plato, bowl. El movimiento repetitivo me calma un poco. Por unos segundos, casi logro no pensar en nada.
El celular vibra sobre la mesa.
No lo atiendo. Lo doy vuelta para que deje de molestar. No tengo energía para nadie.
Regreso al living y me siento en el sillón, en la punta, sin despertarla. Me quedo mirando la pared de enfrente, esa mancha clara que nunca limpiamos. Recuerdo cuando papá prometió que iba a arreglarla y nunca lo hizo, semanas después, se fue de casa para no volver.
—No empieces, Sofía —me digo en voz baja.
Uno por uno. Pongo dos vasos, dos platos, un bowl de plástico. El movimiento repetitivo me calma un poco. Por unos segundos, casi logro no pensar en nada.
El celular de mamá vibra sobre la mesa, sé que no atenderá y yo estoy demasiado estresada en este momento así que no lo atiendo. Solo lo doy vuelta para que deje de molestar.
El olor a quemado me llega antes de que lo registre del todo.
—No... no puede ser...
Cuando llego a la cocina, el agua de la olla se evaporó casi por completo y los fideos están pegados al fondo de ella, están hechos una masa blanda y algo marrón.
Apago el fuego, pero ya no importa. Siento como el nudo de la ansiedad se me forma en la garganta, esa presión incómoda que sube sin permiso, esa sensación que conozco bien desde hace años.
Apoyo las manos en la mesada de la cocina. –No llores. No ahora. Son unos estúpidos fideos, Sofía–. Me repito a mi misma.
Camino rápido hasta el baño y cierro la puerta apenas entro, como si tuviera miedo de que alguien pudiera verme. Me dejo caer sentada en el piso, con la espalda contra una de las paredes. El azulejo frío me traspasa la ropa. Me cubro la boca con la mano. Lloro al fin.
No es un llanto prolijo. Es torpe, desordenado. Siento como se me escapa el aire, me tiemblan los hombros, las rodillas. Siento vergüenza incluso de estar así, sola, llorando por cosas que no sé cómo arreglar.
No pienso en Marcos. No pienso en el trabajo.
Pienso en mamá subiendo las escaleras, aferrada a la baranda. En su respiración agitada. En cómo fingió que estaba bien para no preocuparme, y en lo preocupada que estoy por ella, y por mí.
El sonido del teléfono corta el llanto de golpe. El ruido viene desde la mesa del living, me quedo quieta, como si no moverme pudiera hacer que deje de sonar.
Pero no funciona, vuelve a sonar una y otra vez.
Decido levantarme, salgo del baño con la cara húmeda, sin secarme siquiera, y entre lágrimas la veo a ella, sigue dormida.
—¿Hola? –atiendo.
—Buenos días, ¿Cristina? Hablo del hospital, soy el Doctor García —dice una voz masculina, calma, entrenada para no alarmar.
Trago saliva con un poco de dificultad.
—Sí... —respondo sin pensar, mamá estaba dormida así que de todas formas no podría hablar con él.
—La llamo para hablar de los resultados. Me temo que no tenemos buenas noticias, al menos no por ahora... Queríamos informarle que el tratamiento no está respondiendo como esperábamos.