Punto De Luz

CAPÍTULO 29

No hay nada distinto en la luz que entra por la ventana ni en el ruido lejano de los autos pasando por la avenida. Todo parece exactamente igual a ayer, y tal vez por eso me cuesta tanto levantarme. Como si el mundo estuviera empeñado en fingir que nada está a punto de romperse.

Me quedo unos segundos acostada, escuchando. El departamento tiene esos sonidos mínimos que ya conozco de memoria: la heladera vibrando, un caño que golpea suave dentro de la pared, el reloj del living marcando los segundos con una insistencia que hoy me resulta molesta.

—Ma... —llamo, sin alzar la voz.

No hay respuesta., la llamo de nuevo, pero otra vez nada.

Me incorporo de golpe, asustada. El corazón me da un salto miedoso, desproporcionado. Me paro de la cama y camino rápido hasta el living.

Cuando llego, mamá está parada al lado del sillón, vestida algo formal, con la cartera apoyada sobre las piernas. Mira fijo hacia la ventana, como si estuviera esperando algo. O a alguien.

—¿Hace cuánto estás despierta? —pregunto.

Tarda un segundo en reaccionar. Cuando gira la cabeza hacia mí, sonríe.

—Hace un rato—dice—. No te quería despertar.

No le creo, pero no digo nada.

—¿A dónde vas tan temprano?

—Al médico —me responde, como si fuera lo más obvio del mundo—. Pensé en ir sola, así descansabas un poco.

Frunzo el ceño si poder evitarlo, me acerco y me paro frente a ella.

—Voy con vos.

—Sofi...

—Voy con vos —repito, sin dejarle espacio para discutir.

Suspira. Asiente.

—Está bien.

Le acomodo la bufanda alrededor del cuello. Noto lo liviana que está. Antes no estaba así. Antes tenía un peso distinto, una presencia que llenaba el sillón. Ahora parece ocupar menos espacio del que le corresponde.

Voy a la cocina y comienzo a preparar dos cafés. Mamá se queda sentada en la mesa, con las manos alrededor de la taza, sin beber.

—¿No vas a tomar uno? —pregunto.

—En un rato.

La observo de reojo mientras revuelvo el azúcar. Tiene los hombros caídos, la mirada apagada. No parece enferma de una forma escandalosa. Parece cansada. Y eso es peor.

—Sofi —dice de repente—. ¿Vos sabes dónde está la carpeta azul?

Me giro.

—¿Cuál?

—La de los papeles —explica—. La del banco, el alquiler... esas cosas.

Claro que la conozco. Siempre estuvo guardada en el mismo cajón.

—En el mueble del pasillo.

Asiente, como si anotara mentalmente la información.

—Por las dudas —agrega—. Está bueno que vos sepas.

Se me tensa algo en el pecho.

—Ya sé dónde está todo, ma.

—Igual —insiste, con una sonrisa suave—. Nunca está de más.

No respondo nada, ni siquiera se que decir.

Salimos del departamento un rato después. En el ascensor, mamá se apoya contra la pared y cierra los ojos.

—¿Estás bien? —pregunto.

—Sí —dice—. Solo un poco mareada.

El ascensor baja lento. Demasiado lento.

Cuando las puertas se abren, ella no se mueve de inmediato.

—¿Querés que nos sentemos un rato?

—No, no —responde—. Vamos.

Da dos pasos... y se detiene por un mareo.

La agarro justo a tiempo antes de que se caiga, intenta seguir caminando pero la detengo con mi mano en su brazo.

—Pará —le digo—. Pará un segundo.

Respira hondo. Muy hondo.

—Perdón —murmura—. A veces el cuerpo...

No termina la frase.

—No me pidas perdón, ma —le digo, apretándole la mano.

Seguimos caminando, despacio. Yo adapto mi paso al suyo. No digo nada, pero algo dentro mío empieza a tomar forma, silencioso y pesado.

No es miedo todavía. Es otra cosa. Una certeza que no quiero nombrar. Y mientras avanzamos por la vereda, con el invierno empezando a sentirse en los huesos, entiendo que este capítulo de nuestras vidas ya no trata de aguantar.

Trata de aprender a despedirse sin saber cuándo será el final.

Entramos al edificio cuando ya es de noche.

La puerta se cierra detrás de nosotras con un golpe suave, conocido. El pasillo huele a limpiador barato y a humedad vieja. Las luces blancas del techo parpadean un segundo antes de estabilizarse. Ayudo a mamá a acomodarse la cartera en el hombro y caminamos despacio hasta el ascensor.

El trayecto hasta el departamento se me hace corto y eterno al mismo tiempo.

Cuando entramos, el silencio nos recibe de lleno. Dejo las llaves sobre la mesa, me saco el abrigo y lo cuelgo en la silla. Mamá apoya la cartera con cuidado, como si le pesara más de lo habitual, y se queda un momento parada en el medio del living, mirando alrededor.

—¿Te acordás cuando veíamos películas de Barbie juntas en el DVD? —dice de repente.

Levanto la vista, sorprendida.

—¿Cómo?

—Cuando eras chica —continúa—. Las teníamos todas en CD, pero vos siempre elegías la misma.

—El castillo de diamantes —respondo sin pensar.

Sonríe, satisfecha.

—Si, esa misma. Te sabías los diálogos de memoria.

Camina hasta el sillón y se sienta despacio. Yo me quedo de pie, observándola en silencio.

—Podríamos hacer algo así hoy —dice tranquila—. Ver esas películas, cocinar galletitas... esas con chips de chocolate que se te quemaban siempre.

—¡No se me quemaban! —protesto, un poco indignada.

—Se te quemaban —insiste, divertida—. Y después me las dabas a mi porque no las querías comer, pero yo si lo hacía.

Me acerco y me siento a su lado.

—¿Por qué decís eso ahora?

Se encoge apenas de hombros.

—Porque extraño esas cosas —admite—. Y porque no todo tiene que ser hospitales, trabajo y dolor.

Apoya su cabeza en el respaldo del sillón.

—Quiero que hagamos cosas lindas juntas, Sofi. Como antes.

Siento un nudo en la garganta.

—Podemos hacerlo cuando quieras —digo—. Ahora a la tarde, si vos querés.

—Quiero que tengamos recuerdos lindos también. No solo los difíciles.

El silencio que sigue es distinto. No duele. Pesa, pero de una forma soportable.



#5465 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 16.12.2025

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