Mi madre había sido bailarina, una de las más reconocidas en la industria. Entró a la compañía a los diecisiete años, algo que casi nadie logra. Había bailado ballet desde los tres años. Bailaba con tanta pasión y dedicación. ¡Era excepcional!, llegó a ser bailarina principal un año después de ingresar a la compañía. Era un prodigio, era sin duda la mejor, pero, jamás me respondió ¿por qué dejó a un lado el ballet?, ¿por qué nunca me había hablado de él hasta mis cinco años?
Mi familia era hermosa, dedicada y unida. Con ciertos desacuerdos pero mi padre tenía un regla muy estricta "Que las diferencias no te separen de quienes amas" así que cada quien tenía que aceptar el punto de vista del otro.
Convencí a mi madre que me inscribiera en clases de ballet, le prometí que haría mi tarea, le ayudaría en los deberes del hogar y no pediría muchos regalos. Todo aquello solo por bailar.
Iba a clases de ballet luego de la escuela. Llegaba a casa, realizaba la tarea y me colocaba a practicar hasta que mi madre notaba la luz de mi lámpara de noche y me obligaba a ir a dormir. Tiempo después hice que mi padre me colocara una barra en una de las paredes de mi habitación y un espejo de cuerpo entero. A los fines de semana pasaba todo el día en mi habitación ensayando, me moría por utilizar las puntas.
No parecía darle importancia al dolor.
Los domingos íbamos a misa y mientras todos escuchaban atentamente, yo hacía movimientos con mis pies sin que nadie lo notara. Era una pasión poco explicable era eso que no sabes exactamente qué es, pero, que está latente en tu corazón.
Mi madre creía que con el tiempo disminuiría mi fanatismo por el ballet, hasta que se dio cuenta, que a medida que pasaba el tiempo se acrecentaba todavía más.
Tal vez ese fue uno de mis errores, alejarme de Dios, colocar el ballet por encima de mi fe. Esa fe que cayó completamente al final y que no me permitía alzar mi voz en una oración. Tal vez aquellas homilías eran dirigidas a mí y nunca lo noté.