La noticia sacudió al mundo: el Rey del Fuego había muerto por causas naturales. Aunque fue una pérdida lamentada por muchos, no tardó en surgir otra revelación que dejó a todos aún más sorprendidos: ya se había nombrado a su heredero. Cuando Pyrothar vio en la transmisión que el nuevo Rey del Fuego era Feyron, uno de sus mejores amigos de la escuela, sintió una alegría inmensa. Sabía que el mundo estaría en buenas manos.
Pero la tranquilidad duró poco. Corrió otra noticia, esta vez en forma de reportaje. Un pescador, sin habilidades elementales, afirmaba haber encontrado el santuario del anillo de fuego. Según su testimonio, estaba sumergido en lo más profundo del océano. Las imágenes eran contundentes: una construcción piramidal como las de los otros santuarios, magnífica y olvidada por el tiempo.
Esto inquietó profundamente a Pyrothar. Si el ladrón del anillo de tierra había descubierto esa ubicación, podría estar más cerca que nunca de reunir los anillos. La amenaza ya no era una posibilidad lejana: era una realidad que se aproximaba.
El mundo entero se conmocionó.
Días después, Feyron se sentó por primera vez en el trono del Fuego. Una profunda satisfacción lo invadió. Pero también sabía que su poder era limitado, compartido con otros tres reyes. Y eso no le gustaba. Quería más.
Después de la ceremonia de bienvenida, se convocó una asamblea entre los cuatro reyes. Fue entonces cuando Feyron se levantó y, con voz firme, declaró:
—Están despedidos. Todos. Deben abandonar sus tronos. El mundo necesita un solo rey. Y seré yo.
Al principio, las carcajadas llenaron la sala. Nadie lo tomó en serio… hasta que Feyron levantó su mano y mostró el anillo de la tierra. El silencio cayó de golpe. Los rostros de los otros reyes pasaron de la burla a la incredulidad, y de ahí, a la furia.
—¡Devuélvelo ahora mismo! —exigió el Rey de la Tierra.
—No lo haré —respondió Feyron con calma—. Ahora soy el ser más poderoso del mundo. Dos elementos… y contando.
La tensión estalló.
El Rey de la Tierra fue el primero en actuar. Levantó una pequeña roca del suelo y la lanzó con precisión hacia la cabeza de Feyron. Pero Feyron la detuvo sin esfuerzo, y con un simple gesto la devolvió, incrustándola en el cráneo del rey.
El Rey del Agua no se quedó atrás. Tomó el agua de un pequeño estanque con peces y la elevó a su alrededor, transformándola en cientos de fragmentos de hielo afilado que lanzó como proyectiles. Feyron levantó una roca del suelo y la usó como escudo, bloqueándolos todos.
Entonces el Rey del Aire intentó asfixiarlo, creando una burbuja de vacío alrededor de su cabeza, quitándole el oxígeno. Feyron, ahogado pero impasible, levantó varias piedras del suelo, rodeó la cabeza del Rey del Aire como un casco y las transformó en lava fundida. El grito del rey se apagó de inmediato.
El Rey del Agua, ahora sola, cayó de rodillas, suplicando por su vida.
—Por favor… por favor, no me mates...
Feyron solo la miró, con una mezcla de indiferencia y desprecio.
—Tú ya estás muerta —murmuró, antes de incinerarla.
Con los otros reyes eliminados, Feyron se proclamó soberano absoluto del mundo. Su primera orden fue clara y brutal: eliminar a todo humano que no pudiera controlar un elemento. Cada uno. Sin excepciones.
Luego, dio su segunda orden: traerle el anillo de fuego.
Los padres del agua fueron enviados al santuario submarino. Era una construcción piramidal, majestuosa y silenciosa, como los otros tres santuarios. Buscaron por todos lados hasta encontrar una pequeña caja. Solo un padre del fuego podía abrirla. Salieron del mar con la caja, pero al llegar a la superficie notaron que los dos guardias del fuego que debían esperarlos ya no estaban.
Sospechando lo peor, uno de los padres del fuego abrió la caja para verificar que el anillo estuviera allí. Lo estaba.
Pero antes de poder reaccionar, uno de ellos cayó al suelo de forma repentina, sin hacer un solo sonido. Luego, el otro. Sin tiempo para preguntas, los padres del agua se pusieron en guardia. Un hombre encapuchado emergió de entre las sombras. Blandía una espada, y con ella asesinó a uno de los padres de agua. El otro, reaccionando rápido, absorbió el agua de su entorno y la volvió parte de su cuerpo, transformando sus brazos en tentáculos líquidos para atacar.
La batalla fue feroz. El hombre con la espada logró cortar los brazos de agua una y otra vez. Cuando llegaron refuerzos —un padre de cada elemento—, la distracción fue suficiente para que el encapuchado tomara el anillo de fuego.
Sin dudarlo, lo colocó en su dedo. Con su nuevo poder, quemó al padre del agua que aún se resistía, aunque este no murió de inmediato. Rodeado, el hombre activó su anillo. Un círculo de fuego giró a su alrededor como un cinturón abrasador. Usando las llamas como propulsor, se elevó por los aires y escapó.
El caos apenas comenzaba. Y la era del nuevo fuego se extendía por el mundo, imparable.