El mundo estaba en crisis. Una asamblea mundial había sido convocada, convocando a las mentes más poderosas y sabias de todos los rincones del planeta. En esa reunión, el tema central era el mismo: Varnak. Había casi reunido todos los anillos elementales, y su poder era ahora más aterrador que nunca. Los líderes de todos los países discutieron intensamente sobre qué medidas tomar, pero sabían que no podrían detenerlo a menos que se unieran. Hubo varias propuestas, algunas con estrategias de ataque directo, otras con ideas más arriesgadas, pero al final, todos coincidieron en que solo un esfuerzo conjunto podría salvar el mundo.
Los padres del aire, guardianes del anillo del aire, utilizarían su poder en el santuario más sagrado. En el centro del templo, crearían un rayo poderoso que apuntaría hacia el cielo, cargado con energía ancestral, destinada a darles la fuerza necesaria para enfrentar a Varnak. La preparación fue meticulosa, y en pocos días, los ejércitos de todo el mundo estuvieron listos.
Cincuenta millones de soldados, oficiales, y guardianes, de todos los rincones del planeta, se desplegaron alrededor del santuario del aire, protegiéndolo con la vida. Los más grandes guerreros, los mejores estrategas, y las fuerzas más poderosas de la Tierra estaban allí para defender el último de los santuarios elementales. Era una desventaja para Varnak, que solo era un hombre, pero un hombre con el poder de los elementos.
La vigilancia fue intensa, y durante días no hubo ni un solo movimiento extraño. Todos esperaban el ataque final de Varnak. Sin embargo, lo que nunca imaginaron fue que el mismo Varnak no haría el primer movimiento. En un instante, una nube de humo negro apareció frente a ellos, oscura e imponente. De ella surgió Varnak, caminando lentamente, con pasos tan firmes y aterradores que el suelo parecía estremecerse bajo su peso. La mirada en sus ojos era de una concentración absoluta, un odio profundo.
—De todos los lugares en este miserable planeta, este es el más repugnante —su voz resonó como un eco infernal, grave y llena de desdén—. ¿En serio creen que podrán detenerme con tantos soldados?
Su desafío era claro, y los soldados, aunque temerosos, se pusieron en guardia. El enfrentamiento era inevitable.
Los soldados más cercanos al santuario atacaron primero. Cristales afilados, bolas de fuego y grandes rocas fueron lanzadas en su dirección, pero Varnak, con un simple gesto de su mano, detuvo cada uno de esos ataques en el aire. De repente, todo se transformó en una masa de energía que comenzó a girar violentamente, lanzándose de vuelta hacia los atacantes. La destrucción fue total, aplastando a decenas de soldados.
El caos se desató cuando los guerreros comenzaron a atacar cuerpo a cuerpo. Sin embargo, Varnak parecía no molestarse siquiera. Los repelió con facilidad, como si fueran meras moscas. Un rugido de fuego surgió de sus manos, y una grieta de lava se abrió frente a él, consumiendo a todo lo que se encontraba a su paso, quemando y enterrando a miles de soldados.
Desde el santuario, Pyrothar y los padres del fuego unieron sus poderes para lanzar una llama tan potente que se volvió azul, deslumbrante en su intensidad. La velocidad con la que avanzaba era vertiginosa. Fue directo hacia Varnak, pero este no se inmutó. Con un movimiento de su puño, absorbió la llama en una esfera de fuego gigante y la lanzó de vuelta con una fuerza indescriptible. El ataque arrasó con todos los que estaban en su camino, causando muertes y destruyendo las líneas de defensa.
Pyrothar y los demás, agotados pero decididos, no dejaron de luchar. Se unieron para confrontarlo, y por un breve momento, lograron contenerlo. Pyrothar aprovechó la oportunidad para arrebatarle el anillo del fuego a Varnak. Pero en el mismo instante en que lo tenía en su mano, Varnak se liberó con un grito furioso. Su poder de fuego era tan inmenso que quemó a todos los presentes, lanzando a Pyrothar lejos. Varnak, en su furia, intentó que el anillo regresara a su dedo, atacando a Pyrothar y forzándolo a soltarlo. El anillo voló por el aire, y Varnak lo recuperó con rapidez.
Una vez con todos los anillos, Varnak caminó hacia el centro del santuario. En ese instante, Pyrothar, debilitado y con la última pizca de fuerza que le quedaba, apareció frente a él. Agarró su muñeca con desesperación.
—¡Aquia! —gritó, su voz llena de dolor—. ¡No puedes hacer esto! ¡Ella se sacrificó por todos!
Varnak lo miró con furia y, con un golpe brutal, lo dejó tendido en el suelo.
—Ella se sacrificó por el destino —respondió con frialdad—. Por la salvación de todos. No te atrevas a reprocharme.
Con esas palabras, Varnak se puso el último anillo. El poder que lo envolvió fue tan abrumador que se sintió como si su cuerpo fuera a desintegrarse. Un grito desgarrador escapó de su garganta mientras una nube oscura aparecía frente a él. Una sombra emergió de la oscuridad.
—Has sido el apocalipsis que estaba escrito en el destino —dijo una voz grave, que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo—. Ahora pedirás tu deseo, como recompensa por liberarme.
Varnak, con su mente nublada por el poder, no dudó. Con una voz firme, pidió su deseo.
—Yo, Varnak... deseo que los poderes elementales desaparezcan.
Y entonces, todo brilló con una luz cegadora.
Cuando Pyrothar se levantó, sus fuerzas mermadas por la batalla, se dirigió a confrontar a Varnak. Con lágrimas en los ojos, le preguntó por qué había matado a Aquia. Varnak, al borde de la muerte, le respondió con una última mirada fría:
—Ella se sacrificó por el bien de todo.
Pyrothar intentó usar su poder de fuego, pero era inútil. Todos los poderes elementales se habían apagado. El anillo de la oscuridad comenzó a temblar y a romperse, liberando una ola de oscuridad sobre el mundo. Pyrothar, en su desesperación, tomó los cuatro anillos restantes, sufriendo un dolor indescriptible. Con ellos en sus manos, unió todos los elementos en un rayo devastador, disparando hacia la oscuridad.