Pyrotormenta

Capítulo III

—¡Dante, amor entra ya! —le llamó Eris del vecindario. Pero aquel pequeño, no pretendía perderse el juego de luces que salpicaban la imponente estatua en que jugaba. Era el caballero lunar, su héroe favorito y lo tenía tan cerca, que casi sentía acompañarle en sus hazañas.

—¡Dante! —instó la mujer— No me hagas ir.

El pequeño miró por última vez a su amado héroe. Puso su mano sobre la fría piedra negra, el musgo le humedeció la palma pero él solo sonrió, y trás una última mirada, se giró y regresó corriendo hasta su casa. «Algún día —pensó, mientras sus pies descalzos chapoteaban en los charcos».

—¿Qué te dije al salir? —le cuestionó Eris, torciendo levemente sus rosados labios. Temía por la suerte del último de sus hijos, y el único consuelo en una vida tan inclemente— ¡Te dije que no tardaras! —gritó, tomándole de los brazos con cara seria— ¡La primavera ya viene! ¡Dijiste que vendrías de una vez! 

Dante le miraba y las lágrimas le colmaban los ojos. No entendía el por qué de los gritos, ni la razón por la que su mamá le apretaba los brazos. Solo había estado jugando y su héroe jamás había apartado su imponente rostro de él.

Eris le miró a los ojos. Esos ojos confundidos que se clavaban en ella sin entender porque le gritaban. Sólo entonces, comprendió que había sobreprotegido a su pequeño Dante; ¿Pero cómo no hacerlo? Había perdido a cinco de sus hijos, dos de ellos en un brote de primavera; y no estaba dispuesta a jugarse un tercero. Así que le acarició las mejillas, se hincó en sus rodillas y le abrazó con fuerza, como dedicando para él todo el amor que le debía a sus retoños fallecidos.

—Me lo recuerdas a él —dijo—, un hombre razonable. —se sonrió con los ojos llenos de pasado. 

—Pero no está aquí —increpó el pequeño. 

—Y un día sabrás por qué —le respondió recordandose el dolor de su mutua pérdida— pero por ahora ve y pon la mesa. 

Dante guardó silencio entre los brazos de su madre, pues notó en aquella pequeña respuesta, los mares de tristeza en que la joven mujer se ahogaba.

—Ya voy… pero suéltame primero —dijo mirando hacia la frágil llama que iluminaba la habitación. —Eh… ¿Mamá? —musitó el pequeño — ¿Qué hay de cenar? 

Eris apretó las nalgas al escuchar esa pregunta. El dolor entre ellas aún no se marchaba y la vergüenza crecía conforme buscaba las palabras para responderle.

—El panadero vino en la tarde —agregó avergonzada— trajo algo de pan… como siempre —hizo una pausa, mientras su pequeño Dante extendía la mano. 

—¿Y el tuyo? —le miró con entusiasmo. 

—Ya comí… —le respondió ella mientras la acidez en su vientre contrariaba sus palabras.

Esa noche, el viento de tormenta se filtró en la casa apagando las pocas velas. El aire se hizo frío y solo un par de cobijas sobre ellos mitigó el helado ambiente. 

—¿Mamá? —susurró entre los cálidos brazos de su madre—. ¿Por qué la primavera es mala?

—No lo sé — respondió recordando a sus pequeños fallecidos.

—Y si Dios es bueno, ¿Por qué no detiene la primavera? —continuó el pequeño.

Eris se sorprendió por tan inesperado cuestionamiento. «¿Qué podría decir para saciar el volumen de tal pregunta? ¿Habría una respuesta realmente?» No importaba. Sabía que su pequeño Dante siempre le dejaba muda con sus pensamientos.

—No lo sé… —dijo—, puede que no la detenga porque muchos animales comen de las flores que crecen con ella —caviló pensativa—. Pero no lo sé. Creo que Dios es sabio, si no lo ha hecho sabiendo lo que sufrimos, tal vez sea por algo más que no sabemos.  

Dante escuchó con atención, aunque aquella respuesta era algo más que pobre para la magnitud de su duda.

—Pero… y si Dios lo hizo todo; ¿No puede hacer flores que no necesiten de la primavera? —añadió—. No me gusta que me grites.

«¿Quién puede responder a las preguntas que nadie se hace?» —pensó Eris, tumbada sobre su dorso y arropando entre sus brazos al pequeño Dante. 

—¿Mamá? —replicó el pequeño, lleno de impaciencia. 

—No lo sé mi amor, en ocasiones es difícil entender lo que hace Dios —respondió Eris, mientras la luz de un gran relámpago iluminaba la habitación. Aquél, permaneció incierto sobre el cielo, bañando de azúl celeste la penumbra de la noche. En largos años no se habría visto uno igual, y aunque este invierno era extenuante y especialmente tormentoso, ningún destello le habría hecho justicia. 

—¿Le he dicho alguna vez que no me gustan las tormentas? —preguntó Meltisetek en la sala del trono, luego de ver la luz irrumpir por las ventanas.

—No... —contestó el Rey, apenas prestando atención a su invitado. Le preocupaba su hijo, los rumores de su suerte y los resquicios de una peste que impedía cada semana la posibilidad de ir a verle. 

—¿Es Natanael, verdad? —indagó el anciano ante la distante respuesta de su señor. 

—¿Qué cosa? —replicó el Rey.

—La preocupación que tiene, mi señor. 

—¿Tanto se nota?

—Dicen que un corazón alegre hermosea el rostro.

El Rey soltó sobre la mesa una humilde copa de madera, un raro detalle entre sus dedos plagados de anillos. —Habré de estar horrible entonces. —dijo—. Estuvo tres días junto a la pira —continuó—, probablemente sintiendo que era su propio ser el que ardía en el fuego… y aún así —tragó saliva con dificultad—, no dije nada. ¿Cómo podría? Sé que no hay palabras que puedan reconfortarle. —se inclinó hacía enfrente y entrelazó sus dedos—. Conozco la desesperación. La impotencia que se siente cuando dabas por sentado a alguien importante y de repente ya no le tienes más. —expresó—. Tal vez sea el único que le entiende aquí, aunque no sepa cómo decírselo. 

Meltisetek, escuchó dubitativo todo el argumento de su Rey. Esperaba poder devolverle las sabias palabras que había recibido el día en que falleció su esposa. Pero los años le habían alcanzado, su piel se había hecho fina y su mente, tan viajante como el barco en que se perdió su padre alguna vez. Ya no podría recordar a plenitud lo dicho, aunque al menos la idea general se conservaba.



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En el texto hay: traicion, batallas, amores

Editado: 21.09.2022

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