La sangre le salpicaba el rostro y le manchaba la blanca banderola que por milenios portó a su izquierda. Gabriel le miraba incrédulo casi sin poder reconocerlo. Sus gestos mostraban un inequívoco dibujo de satisfacción, mientras el viento y el endurecido suelo, intentaban apartarle de aquel nuevo campo de batalla.
—¿Terminaron? —preguntó Gabriel apenas entendiendo la inesperada visita.
Natanael pasó como un rayo por su lado. No se detuvo, ni tan siquiera redujo la velocidad. Se puso en pie sobre el fino cuero de la silla de montar, desenfundo su refulgente espadón y saltó directo al rostro de la bestia. Esperaba poder repetir su hazaña y clavar profundamente su filo en aquella cabeza plana; más un rápido manotazo lo lanzó al suelo y un firme pisotón lo aseguró en el sitio.
«¿Qué está pasando? —pensó Gabriel confundido». Natanael forcejeaba por sacarse aquella pata de encima, mientras el caballero sonriente no muy lejos de él, encontraba las fuerzas para salir de su tortuoso arropo.
—Eso sí que me dolió —se enderezó y le tronaron los huesos de la espalda. El platinado peto de su armadura estaba abollado, su banderola rasgada y la alabarda que siempre le acompañaba, aún se hallaba clavada en lo profundo del culo de la bestia. No tenía oportunidad de ayudar, más que solo ser una distracción por el momento.
—Al mal tiempo —se agachó— buena cara —. Dijo tomando una piedra para lanzar. Habían muchas a sus pies y suficiente espacio para arrojarlas a gusto.
Extendió la mano, se paró firme y al apuntarle a la bestia, vió a lo lejos una legión de jinetes llegando desde el norte. Vestían armaduras completas, yelmos con astas y capas amarillas que cruzaban por delante, fungiendo como estandarte entre sus piernas.
Eran los guerreros de Nadia, la ciudad fantasma. Poco se había visto de ellos desde la aparición del primer dragón en la tierra, hacía al menos mil años. Tiempo en que desaparecieron en lo profundo del bosque, sin pedir ayuda, ofrecer asilo o responder a cartas. Eran un mito casi tanto como los mismos dragones que estaban enfrentando.
La caballería cargó con fervor rumbo a la calamidad, alzando sus lanzas, templando sus arcos y gritando alegremente una victoria adelantada. Gabriel les hizo señas a la distancia. Esperaba captar su atención y advertirles del peligro, mas ninguno volvió la vista y contrario a pretender detenerse, apresuraron su marcha hacia su destino.
«El hombre es necio por naturaleza —recordó decir a su señor padre mientras batía los brazos».
La infame bestia les miró entre el humo y los lejanos escombros, les quemaría vivos y ellos ni se enterarían. Levantó su cabeza, tomó una profunda bocanada de aire y en único y enérgico rugido, derritió sobre sus cuerpos las corazas de metal. No hubo más gritos, ni cascos galopando en la noche. Se habían evaporado dejando a su paso un torrente de hierro fundido, y quizá, un lecho familiar vacío.
—¡Ve y ayuda a los que quedaron! —gritó atónito Gabriel.
—¿A quién? ¿Qué no ves que no hay nadie? —le respondió Azrael dejando caer la piedra en su mano.
Las ascuas se levantaban con las ráfagas del viento, mientras el calor parecía avivar las nubes y la tormenta. Natanael no tenía oportunidad de escapar y el dragón ya regresaba el rostro en su dirección. Su pecho se ilunimaba e irradiaba un calor sofocante, muy difícil de comparar con algo conocido.
«Mierda —pensó cuando el dragón le puso los ojos encima».
Forcejeó, pataleó y gritó, pero no provocó nada en el titánico animal; había perdido. Y cuando el desconcierto llamó a la puerta con aquellas fauces abriéndose; un sonoro chasquido estremeció la meseta cercana. El fuego relampagueó casi apagándose de golpe. El aire parecía gritar y silbar en dirección a la bestia, mientras un corte violento del viento, conducía consigo un descomunal birote de madera.
El proyectil impactó en el rostro de la bestia, le escupió por los aires y casi le desnucó en el proceso. No penetró en sus duras escamas, ni tan siquiera las rasguñó, pero aquél golpe había conseguido liberar a Natanael de su sentencia y eso era más que suficiente.
—¿Qué mierda hace eso ahí? —espetó viendo la alabarda bajo el animal. Ignoraba lo que había ocurrido antes de su heróica entrada, pero aceptaba que aquella era una idea brillante.
—Es una larga historia — le respondió Azrael con vergüenza.
—Siempre lo son —tomó su espadón carmesí, se apoyó de él y se incorporó. Tenía la pierna izquierda rota, el hueso sobresalía y le era imposible mantenerse firme; pero era un hombre obstinado y estaba decidido a continuar luchando, aunque eso le dejara igual que Auriel.
—Natan —le llamó Gabriel con voz dura— ¿Qué le ocurrió a Aury?
Natanael miró a su hermano y el fresco recuerdo de lo sucedido pareció inexplicable para aquél momento.
—Es una larga historia —dijo apoyándose en su espada.
—Pues quiero escucharla.
Gabriel regresó los ojos a lo alto de la meseta, nunca había visto un disparo semejante y la curiosidad le dejaba intranquilo. Se trataba de una enorme ballesta de hierro, tirada por seis caballos y cargada por un séptimo que poseía un tamaño y fuerza inusual. Medía alrededor de tres metros y probablemente pesara mucho más de lo que los caballos debían mover.
—Hermoso artilugio —susurró al contemplarle—. Hermoso y peligroso.
La lluvia arreció de pronto y las nubes de tormenta parecieron enloquecer sobre el valle. Relampagueaban en tonos rojos y purpuras, espantando incluso a las aves en plena noche.
—Al fin llegó la primavera —exclamó Azrael con la boca abierta y la mirada en lo alto.
—Pues es un mal momento, quién sabe qué traerá consigo.
El dragón despertó de su letargo. Se puso en pie e intentó emprender el vuelo rumbo a la enorme ballesta que le había tirado. No consiguió separar sus pies del suelo, ni aún sus alas parecían tener la fuerza para levantarle. Mil años atrás, el primer dragón en la tierra había sido muy diferente. Sus alas oscurecian villas tan grandes como Triminet, y sus fauses podrían engullir a un caballo adulto de un solo bocado. Las armas comunes no le causaban daño, ni aún esta ballesta, hubiera podido hacerle desviar el rostro en otra dirección. Pero aunque fuese distinto era un dragón, y jamás hubo amenaza semejante, ni antes ni después.