Dolores se levantó bastante temprano ese sábado, su hijo Federico y la mujer de este, Zarita, iban a estar ahí para el almuerzo. Dolores se metió al baño y abrió la canilla de la ducha, con agua fría era su baño, porque eso ‘le activaba la circulación’.
—¡Ay, mierda! —exclamó cuando el líquido helado alcanzó su piel, pero igual se armó de valor y se bañó a prisa.
El desagrado llegó un poco después, cuando ella tenía una toalla envuelta desde el torso hacia abajo y le prestó atención a la otra toalla, con la que pensaba secarse la cara y la cabeza.
»¡Pero me cago en la mierda! —dijo, más que furiosa.
Dolores salió del baño y se dirigió a toda velocidad a la habitación de los 5 nietos que vivían con ella y dormían juntos. El padre de los niños también vivía en esa casa, pero él tenía su propia habitación. Ella abrió la puerta sin pedir permiso y al grito de: »¿¡Quién se limpió el culo con la toalla!?, los despertó.
Mariana, la mayor de 16 años fue la primera en abrir los ojos.
—¿Qué pasa, abuela? —consultó restregando sus ojos por el sueño.
—¡Esto pasa! —declaró la mujer agitando la toalla en lo alto—. ¿Cómo puede ser que hagan una cosa así, son animales o qué? ¡Ni se les ocurra pensar que yo voy a lavar esta asquerosidad y más vale que se levanten todos ya! Hoy viene su tío Federico con la pesada de su mujer.
—¿La tía Zara? —Benjamín, de 14 años y único nieto varón, quiso saber mientras se sentaba en su cama, estiraba sus brazos y también arqueaba la espalda para quitarse la pereza—. Por qué no la querés si ella es re buena con nosotros. Siempre nos trae regalos.
—Cuando seas mayor vas a entender y, ¡arriba dije, todos! ¿No se dan cuenta que soy una mujer mayor y no puedo estar renegando así? Los quiero sentados en la cocina en 10 minutos o me van a conocer.
Dolores cerró la puerta azotando la misma y sus nietos pudieron oírla maldecir mientras se alejaba, de vuelta al baño. Ellos se miraron los unos a los otros y tras reírse un poco, comenzaron a levantarse y vestirse. Sabían que su abuela hablaba en serio y que si no le hacían caso, era cuestión de minutos para que ella volviera con un balde de agua helada.
Ya en la cocina, todos tomaron su lugar alrededor de la mesa. Brenda, de 12 años, demostraba una vez más ser la más atenta y servicial de todos, cuando lo primero que había hecho fue poner dos pavas con agua al fuego, suficiente para las cinco tasas de té y los mates de Dolores. Luego ella buscó en la parte superior de la repisa, pero allí no encontró nada.
—¡Abu, no hay pan! —gritó en busca de una solución.
—¡Ya sé, anda hasta lo de María y decile que te dé un kilo de pan, después se lo pago! —respondió Dolores desde su habitación.
El particular hogar de los Taborda era así, a veces se hablaba a los gritos, de un ambiente de la casa a otro, sin dramas.
—¡Pero abu, no quiero ir a pedir fiado, las viejas chusmas me miran mal!
—¡Vos anda, pelotuda! ¡Si alguna te mira mal después me decís quién fue para arrancarle los pelos!
—Ufa... —declaró Brenda, aunque por lo bajo. La abuela no era alguien a quien le ibas a andar protestando.
Sus hermanos solo la miraban y le sonreían, divertidos. Sabían lo que significa pedir algo en un barrio como ese, vergüenza que todos ellos conocían muy bien y por lo que, aunque no lo dijeran, sentían alivio cada vez que esa tarea recaía en otro.
—Por metida —comentó Benjamín.
—Vos mejor te callas si no querés ir por ella —sentenció la mayor.
—Obligame perra. —Benjamín la provocó con una expresión que había visto en redes sociales.
Y los manotazos empezaron a cortar el poco aire que tenían de distancia, estando lado a lado. Una pelea para nada realmente agresiva y en completo silencio. Brenda, viendo que su destino no iba a cambiar, agarró la bolsa para el pan y salió de la casa.
Ella tenía que ir con mucho cuidado, la noche anterior había estado lloviendo por horas y tanto las calles como las veredas eran un campo minado de barro y charcos de agua. Si se caía le esperaba pasarla mal a la vuelta.
Mientras tanto en la cocina, Mariana (la mayor) se levantó de la silla y empezó a buscar las tazas y cucharas, pero ahí solo había 4 tazas.
—¡Abu!
—¿¡Qué mierda quieren ahora!?
—¡Hay 4 tazas, no sé dónde quedó la otra!
Dolores, asomándose a la puerta de la cocina, ya lista, aclaró la situación.
—No busques la otra porque no la vas a encontrar. Ayer se le cayó a la Dulce y ahora tenemos 4 no más.
—¿Qué? —Mariana miró las 4 tazas y las 5 cucharas—. ¿Y ahora cómo vamos a hacer?
—Uno va a tener que esperar que alguno termine de desayunar, no es tan difícil, querida. ¿En todo tengo que estar yo? —protestó Dolores—. ¿Cómo es posible que se ahoguen en vaso de agua?
Ella no le respondió nada a su abuela. Como si nada hubiera pasado, Mariana siguió con lo suyo y se acercó hasta un mueble para buscar la caja de té y la bolsa de azúcar. Dolores mirando lo que hacía, se mordía los labios para no decirle nada, pero al final ella no lo pudo evitar.
—No, mi amor, así no se hace —indicó quitándole las cosas de las manos a su nieta—. Anda a sentarte, mi vida. Déjame que esto lo hago yo.
La abuela dejó solo un saquito de té de los 4 que Mariana había puesto, uno para cada taza y después, con una cuchara y poniendo cada taza de costado, les sacó lo que ella creía que era un exceso de azúcar para devolverlo a la bolsa. Después, puso el agua caliente en la taza y esperó un minuto a que tomara color, quitó el saquito humeante y lo puso en otra taza, así por 3 veces cuando el agua ya casi ni tomaba color.
Brenda entró a la cocina volviendo con el pan y también, bastante enojada.
—¡Te dije, abuela! —reclamó dejando la bolsa de pan encima de la mesa.
—¡No, no no! Dame eso para acá —pidió Dolores—. Si la dejas ahí se van a comer todo y hay que dejar para convidarle a las visitas.