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Cuando Zara salió de la casa, intentó encontrar el mejor camino para llegar al patio de atrás. Todo ahí era tierra y estaba húmeda. Ya le había costado bastante llegar hasta la puerta con sus zapatos de tacón hundiéndose en el piso a cada paso. Sin embargo, tenía una tarea que cumplir y pensó que no le quedaba de otra, hasta que vio a la vecina. Matilde estaba en la puerta de su casa mirando todo y conteniendo una sonrisa. Para ella ver a esa mujer haciendo malabares para no caerse, era todo un espectáculo.
—Señora, señora, sí, sí, usted señora —Zara había visto como la vecina se señaló a sí misma ante sus llamados—. Venga, por favor.
La vecina se acercó, dudando.
—¿Qué pasa, muñequita? —consultó.
Zara, con su peinado de cabellos recogidos, su maquillaje natural, sus joyas, ropas de diseñador y zapatos de tacón, daba la impresión de ser una mujer muy delicada y refinada.
—Me llamo Zara, señora, Zara, no muñequita.
La mujer simuló mirar la hora en un reloj que ni siquiera traía, dándole a entender que debía apurar el trámite si no quería perder su atención.
»Mire, el tema es que le tengo que dar de comer esto a la perrita que está en el fondo, pero con estos zapatos tengo miedo de caerme, ¿usted no cree que me pueda hacer ese favor?
—Bueno, en eso tiene razón —comentó la vecina.
—¿Qué, en qué?
—En que no creo que le pueda hacer ese favor.
—Ay, ¿por qué todos tienen que ser tan difíciles aquí? —Zara se llevó dos dedos a la frente y agachó un poco su cabeza. La vecina decidió que ya no necesitaba ver más por lo que se dispuso a irse, pero ella la detuvo tomándola del brazo—. ¡Espere, señora! Yo tengo dinero si es que le parece que podemos llegar a un acuerdo.
—¿Dinero?
—¡Plata, señora, tengo plata! —gritó Zara, perdiendo la paciencia.
—Ah, muy cocorita. —Matilde miró para otro lado, ofendida—. Quinientos, si quiere que yo le lleve eso a la perra, van a ser quinientos.
—¿Qué?, pero si es acá a cinco metros.
—Ah, negocios son negocios y rápido que no tengo todo el día.
Zara resopló y le pasó el recipiente mientras ella buscaba el dinero.
—Acá tiene, quinientos, ahora lleve eso, por favor.
—Ya mismo, muñequita.
«Vieja maldita», pensó Zara mientras la mujer iba a cumplir su tarea sin evitar reírse.
Y se quedó esperando en la entrada, Zara sabía que Mariana era muy inteligente y si entraba de vuelta tan rápido, ella iba a sospechar algo.
—¿Por qué tarda tanto? Ni que le hubiera pedido desarmar una bomba —dijo mirando una de las esquinas de la casa.
Poco después, Matilde apareció por ese mismo lugar, ella se venía riendo y haciendo un bollo una bolsa celeste plástica que traía. Zara notó eso, que ella recordara, la vecina no tenía nada cuando entró, pero tampoco dijo nada. Según su pensamiento, en un lugar como ese era altamente probable que la mayoría de personas ahí fueran amigas de lo ajeno.
—Listo, muñequita —avisó Matilde y siguió caminando, derecho a su casa.
Cuando Zara iba a entrar, ella pudo ver que el auto de su marido ya venía de vuelta así que decidió esperarlo.
Él, apenas frenar el coche, se bajó rápido y fue a abrirle la puerta a Dolores, del mismo modo en que la ayudó a bajar.
—Gracias, mi amor.
Llegando a la entrada ambos se sorprendieron de ver a Zara ahí. Si bien la entrada de la casa no tenía nada obstruyendo la vista, ellos venían muy concentrados en su conversación como para verla antes.
»¿Pasó algo? —cuestionó Dolores.
—No, recién vengo del patio, fui a llevarle unas cosas a la perrita.
Dolores bajó un poco su cabeza y la tiró hacia atrás, abultando su papada. Luego miró a la izquierda, lugar que también miraba Zara de a momentos y ahí estaba la vecina.
—¡Hola, mi amor, mi vida, corazón! —gritó Dolores, levantando su brazo para saludarla.
—Vecina, que gusto verla —Matilde se llevó la mano al pecho, en señal de cariño.
—Sí, reina, hace mucho que no mateamos. A ver cuándo te das una vuelta.
Matilde asintió sonriente.
»Bueno, hermosa, te dejo que tengo gente.
Dolores les puso una mano en el hombro y los empujó dentro de la casa. Una vez la puerta se cerró, ella respiró aliviada.
»Ay, ustedes no saben lo hija de puta que es la vecina. Si le das así más no sea un alfiler, olvídate que te intenta apuñalar. —Dolores miró fijo a Zara—. ¿Y vos qué hacías ahí, estabas hablando con ella?
Zara negó: —No, Dolores, venía del fondo. Mariana me mandó, ya te dije.
—Bueno, vamos a la cocina así tomamos unos mates. No sabes lo que pasó, que tragedia —dijo Dolores, luego se abrazó a la cintura de su nuera y ambas, bastante incómodas por el poco espacio, caminaron por el pasillo seguidas por Federico—. Se murió la antipática. Vení que te cuento bien.
Ya en la puerta de la cocina, Dolores cambió de opinión. Había algo que le interesaba más.
»Ustedes entren y busquen dónde ubicarse, yo ya vengo. ¡Mariana! —llamó.
—¿Sí, abu?
—Vení conmigo, por favor.
Mariana, que se había acercado a la puerta, se hizo a un lado para que pudieran entrar Federico y Zara, empujados por Dolores y luego tuvo que salir quisiera o no, su abuela la había agarrado de la muñeca y la estaba tirando.
Ya en su habitación, la mujer se sentó en su cama y golpeó a su lado con la palma para que Mariana hiciera lo mismo.
»¿Me vas a decir lo que pasó o te lo tengo que sacar a sopapos?
—¿No viste lo que le trajo a Brenda?
—No, ¿qué fue?
—Un delantal, que porque a ella le gusta ayudarte en la casa.
—Que hija de puta, mirá que hace un minuto la abracé. —Dolores se lamentó—. ¿Y por eso la mandaste con la Brisa?
—Quería que la yegua se cayera y se arruinara toda su ropita cara y si teníamos suerte, que también se llevara una mordida.
—¡Ay, mi vida! —exclamó Dolores, después agarró a su nieta del mentón con ambas manos y le dio un beso en la mejilla—. Te amo, mi leona. Pero bueno, la que nace víbora, muere víbora. Vos no te hagas mala sangre.