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Cuando llegaron a la parroquia, ellos se encontraron con bastante concurrencia. Y como no podía ser de otra manera, vieron que Matilde estaba en la puerta recibiendo a todos, casi y de seguro, después de que ella misma había hecho correr la noticia.
—Dolores, ¿cómo estás? —La mujer puso su cara más afligida luego de que le había agarrado las manos a la abuela, una falsa pena de la que todos fueron testigos y ninguno se creyó—. Lo siento mucho, pero, ¿qué pasó, por qué? Tan jovencito que parecía tu hijo. ¿Cuántos años tenía?
—Matilde —empezó la abuela—, te agradezco mucho las condolencias, pero no es momento para preguntas, después hablamos, ¿dale? —Dolores ni siquiera esperó una respuesta—. Gracias por entender.
—¡Pero claro! Discúlpame —prosiguió Matilde—, pero pasen, pasen. El lado derecho es de ustedes.
—No, te equivocas, es el izquierdo. Ayer mismo me lo dijo el padre Sebastián —Dolores giró a ver a sus nietos y les indicó entrar.
Por su parte, Matilde los siguió con la mirada hasta que todos estuvieron en sus lugares. Le retorcía tener que quedarse con esa espina clavada.
Poco después inició la ceremonia. El padre había estado retrasando ese momento lo más que pudo mientras esperaba, pero como se dio cuenta que ya no iba a haber ningún cambio respecto a lo que él estaba pensando, tuvo que proceder.
Sobre el lado izquierdo solo estaban ellos, los familiares más cercanos de Julián y, sobre el derecho, ya no había más lugar en las bancas. Incluso algunas personas habían optado por quedarse de pie en el fondo, todo fuera para honrar y despedir a Inés. Parecía que todo el barrio se había movilizado por esa monja.
—Mirá lo querida que era —comentó Dolores al tiempo que miraba a todos los presentes.
—Sí, pobre mmm —agregó Mariana.
Kevin, sentado al lado de su hermana, no pudo evitar aportar y al mirarla sonrió para después asentir.
Dolores, pendiente de que ellos dos se estaban mofando de ella, le apretó la mano a Mariana y les ordenó detenerse.
—¡La terminan o van a ver cuando volvamos a casa!
Dolores los amenazó por lo bajo; una sonrisa se estaba formando en sus labios, tal y como en los de sus nietos también y ella solo podía pensar en que tenía que contener la risa a como diera lugar.
Matilde, en primera fila del lado derecho, vio con lujos de detalles lo que estaba sucediendo. Especialmente la rabia con la que la abuela le mostró los dientes a los adolescentes cuando les pidió parar. Su chusma-radar se activó de inmediato por lo que ella dejó su asiento para ir un momento a la banca de los Tobares. Llegando allí, con un gesto de su mano le pidió a Mariana que se hiciera a un lado y luego se sentó, justo al lado de Dolores.
—Ay, Dolores, cuanto lo siento. —La mujer otra vez hizo uso de su falsa expresión de pena que nadie creía—. ¿Vos cómo estás?
—Ahí lo llevo, Matilde.
—Claro, me imagino. Bueno, vos sabés que cualquier cosa que necesites me golpeas la puerta. Lo que sea.
Dolores bajó su vista y giró la cabeza para mirar su propio brazo, Matilde se lo estaba acariciando mientras le decía eso.
—Claro, mi vida. Si yo lo sé. Sos tan buena vecina, Matilde. Yo siempre le digo a los chicos lo mucho que te adoro por eso. Es más, creo que no hay nadie más dispuesto y solidario que vos en el barrio.
Matilde sonrió, llevándose la mano al pecho, en agradecimiento. Por otro lado, el padre que llevaba algunos minutos hablando, fingió una carraspera bastante pronunciada mientras las miraba directamente. Entendiendo el mensaje, las dos enderezaron la postura y se quedaron en silencio.
—Les decía que me hubiera encantado que este domingo fuera otro para honrar a Dios, como todos los demás en los cinco años que llevo con ustedes, pero la fatalidad decidió hacer acto de presencia en nuestra comunidad y por partida doble...
Viendo que el padre estaba entretenido de nuevo dando su discurso, ya que Sebastián era de la clase de personas que se enamoran de su propia voz, Matilde volvió a lo suyo.
—¿Pero qué pasó, cómo fue?
—¿No te enteraste, Matilde? —La abuela la miró a los ojos—. Ayer cuando se llevaron el cuerpo vos andabas ahí, entre los curiosos y si no vi mal, hasta te acercaste a hablar con algunos policías.
—Sí, pe, pero... —Tartamudeó Matilde—, dijeron que recién estaban empezando a investigar, que no podían decir nada.
—Ahhh...
Dolores dejó de verla regresando su vista al altar, bajo este estaban los dos féretros. Cabeza a cabeza separados por un metro de distancia y con la parte inferior mirando a su lado de los bancos.
—Igual, pobre, que triste lo de Inés también. Parece que se nos juntaron todas las desgracias el mismo día —insistió la vecina—. Horrible lo que le pasó.
Dolores, que no sabía lo que le había pasado a esa mujer, no pudo evitar la curiosidad. Aunque ella no era ninguna tonta y ya sabía muy bien por qué Matilde había comentado eso justo con esa precisa elección de palabras. Un dato por otro dato.
—Juliancito se mató, se colgó —soltó Dolores, todavía sin mirar a la mujer.
Matilde se pasó la lengua por encima del labio superior, relamiéndose.
—Por lo que supe, la monjita se ahogó con algo que estaba comiendo y ahí no más, se ve que por el susto, le dio un ataque al corazón. Cuando llegó la ambulancia ya no pudieron hacer nada.
Dolores asintió, permaneciendo en su actitud un tanto distante. El trato ya había sido cumplido por parte de ambas y ella no quería más contacto con la vecina.
»Bueno, yo los dejo y cualquier cosa ya sabes, me golpeas la puerta que ahí voy a estar —dijo Matilde para despedirse, entendiendo la indirecta.
La abuela ni siquiera intentó responderle de alguna manera; la quería lejos y quería que fuera ya. Mariana, cuando la mujer volvió a su lugar, se acercó a Dolores, le tomó la mano y apoyó la cabeza en su hombro.
—No le hagas caso, abu. Un día de estos se va a morder la lengua y no hay antídoto para tanta maldad.