Lo primero que hizo Dolores al despertarse ese Viernes fue revisar el frente de su casa. Primero se asomó por la ventana de la puerta principal y después, para estar completamente segura volvió a mirar por la ventana de la cocina. Allí no había nada.
La noche anterior ella había tenido una misma pesadilla dos veces, una que la había despertado y que se repitió cuando logró volver a dormir.
En frente de la casa estaba Brisa sin vida, cortada por partes y todos los nietos la rodeaban mientras lloraban frente a la mascota. Luego, cuando ellos sentían la presencia de Dolores giraban hacia ella y se acercaban apuntando a la abuela con el dedo: “Fue tu culpa, es tu culpa, todo es tu culpa”, no dejaban de repetir las voces combinadas al unísono.
Dolores no podía recordar la última vez que ella había tenido una pesadilla, eso pertenecía a un pasado lejano, pero su conciencia comenzaba a cargar demasiado peso, algo que de algún modo se debía manifestar.
Desde luego y como era habitual, la abuela no tenía el tiempo ni el dinero para que un especialista le dijera lo que estaba sucediendo. Su realidad no le había dejado más opción que luchar contra una mente que en ocasiones se volvía un laberinto de espejos, un pasado que podría aparecer ante cualquier percepción de continuidad parcial. Simplemente, los hechos pasados y el tiempo presente se seguirán sucediendo como vagones que se agregan a una locomotora cada vez más cerca del viaje final.
—¡Basta ya! —pronunció Dolores al tiempo de negar con la cabeza. Ella tenía más que claro que nada bueno traía escarbar en hechos que por alguna razón habían sido sepultados—. ¡Mierda! —exclamó.
Al volver a su cuarto, ella había abierto el cajón de su mesa de noche y en ese preciso momento recordó que allí no había pan aplastado ni dinero que encontrar. La abuela volvió a cerrar el cajón de un golpe y se sentó a orillas de su cama. Era hora de iniciar un nuevo día en el planeta tierra.
»Y gira, gira, sigue girando. Siempre un giro más, pobre de los distraídos que por no agarrarse bien hoy se caerán. —Se quejó cuando se ponía de pie otra vez.
Dolores agarró su abrigo de lana y se cubrió. La mañana había traído consigo el frío y como ella había visto no hacía mucho, una jornada nublada.
»¡Ay, mis huesos, mis pobres huesos!
Los días fríos hacían que los malestares de su envase se vieran potenciados. Cualquier tarea como mínimo sería el doble de complicada, pero por la propia experiencia y para su conveniencia, Dolores ya había aprendido que los pesares te podían frenar o llenar de atajos de manera que no te pudieran impedir hacer tus cosas.
Ella caminó con dificultad hasta el cuarto de los nietos y les avisó que era hora de despertar.
—Chicos, arriba. Brenda... —llamó y le sonrió mientras la veía despertar—. Pone la pava y prepará todo para el desayuno. Yo ya vengo, voy hasta lo de María.
Brenda asintió y Dolores volvió a cerrar la puerta para luego dirigirse a la cocina, tomar la bolsa del pan y salir. A paso lento y cuidadoso pudo llegar.
La sorpresa llegó cuando al entrar se encontró a Matilde hablando con María. La vecina apenas percatarse de la presencia de la abuela, se alejó del mostrador y le dió la espalda mirando una pared. María observó todo y de manera disimulada, para que Matilde no pudiera verla, levantó su mano y después señalando a la altura de su frente movió su dedo dibujando círculos en el aire. Dolores sonrió, las dos estaban de acuerdo acerca de la aparente locura de Matilde.
—¿Cómo estás, Dolores? —cuestionó María con los párpados caídos por la tristeza—. Me enteré lo de tu hijo, no sabes cuánto lo lamento.
—Gracias, María. Y, ¿qué te puedo decir? Ahí la vamos llevando. Lo único que se puede hacer es poner la mejor cara.
—Claro, me imagino —María se llevó la mano derecha encima de la mejilla—. ¿Y los chicos cómo están? Me imagino lo mal que la estarán pasando.
Pendiente de los movimientos en la cabeza de la vecina aplicándole la ley del hielo, Dolores la miró una última vez y después se acercó más al mostrador para centrar toda su atención en María. Era obvio que Matilde estaba interesada y que gracias a ella todo lo que la abuela iba a decir, pronto sería sabido por el barrio entero, pero a Dolores ni siquiera le interesó. Ella no estaba con los ánimos necesarios para pelear.
—Trato de que no piensen en eso. Por ahora, con evitar el tema para no meter el dedo en la llaga, los veo a todos bien. No hacen nada que no tenga que ver con cosas de su edad.
María asintió con expresión tan preocupada como compasiva.
»Mari... —siguió la abuela—, escúchame, me vas a tener que disculpar, pero hoy voy a tener que llevar algunas cositas anotadas, yo y la nena. Por lo menos hasta mañana, sábado, ¿puede ser?
—¡Pero sí, Dolores! Cómo no se va a poder si pagaste todo. —María le sonrió—. Vos sabés que podes llevar lo que necesites de acá.
María buscó un cuaderno bajo el mostrador y reviso la cuenta de Dolores...
—Sí, la nena tuya me pagó todo el sábado, lo único que quedó fue un paquete de galletas divertidas que ella se llevó ese mismo día.
—¿Llevó galletitas la Brenda?
—Sí, mirá. —María giró el cuaderno para que Dolores pudiera ver lo que estaba anotado y cuando la abuela asintió afirmativa lo regresó a su lugar anterior—. Se me hizo raro porque llevó fiambres y otras cosas pagando con plata, pero las galletas las llevó anotadas aunque le dije que le alcanzaba con el vuelto.
—Mmm... Bueno, no importa. Esa nena es media distraída a veces, parece que anda en las nubes la pobre. Viste cómo son los chicos de ahora, siempre con la cabeza en otro lugar. —Dolores sonrió siendo correspondida—. Bueno, ahora voy a llevar un kilo de pan y... Sí, también dame media docena de facturas.
María asintió y se dispuso a darle su pedido. En lo que esperaba, Dolores giró para mirar un momento a Matilde, pero ella seguía ignorando su presencia. Si bien la vecina era una molestia, a Dolores no le gustaba vivir entre un conflicto y otro. La abuela tenía repetidas ocasiones en las que solía pensar acerca de eso. En las que buscaba soluciones y hasta ponía lo mejor de ella para resolver los conflictos de una manera más civilizada, pero su carácter combativo nunca tardaba en arruinar sus planes. Cuando quería recordar la temperatura de su sangre iba en descenso y con eso caía en cuenta de que otra vez había actuado mal. Lamentablemente: «Nadie tiene una máquina del tiempo», pensaba y trataba de olvidar ese tropiezo en lo que seguía su camino, de manera inevitable asumida, rumbo al próximo error.