¡qué familia de mierda!

Capítulo 8: Bajo la alfombra (3)

Al final del pasillo y al terminar la llamada, Federico sintió la reunión de miradas apuntando a su nuca. La preocupación se volvía la absorbente compañía que ninguno podía rechazar.

Él giró para encontrarse de principio con la mirada de Mariana, luego, observando a un lado de ella el tío se percató de la mirada que Brenda tenía sobre él y a su vez, en el lado contrario a esta última, estaba el atento escudriñar de los ojos de Kevin. En cuanto a las más pequeñas, ellas se encontraban frente a Mariana. De algún modo los nietos se las habían ingeniado para caber todos en el pequeño espacio que se formaba entre el marco de la puerta de la cocina y la pared contraria del angosto pasillo.

—¿Mi abuela, cómo está? —consultó Mariana.

—Está bien, pero igual para quedarnos más tranquilos va a venir un médico para verla —explicó Federico tratando de sonar lo más calmo posible.

—¿Podemos verla?

Los ojos de Brenda comenzaban a humedecerse por su alterado estado emocional, mismo que sus hermanos y su tío pudieron intuir al oír aquella pregunta cautiva del temblor en su voz.

Federico, más pendiente de sus propios pensamientos no hizo caso al pedido; en su lugar hablo de su interés inmediato.

—¿Le había pasado algo así antes a su abuela?

Mariana y Brenda se miraron, pero no hablaron de inmediato, en su lugar Mariana encaminó desde el hombro a las más pequeñas para que entraran a la cocina y luego de explicarles que tenían que hablar cosas de grandes, que debían esperarlos ahí y cerrar la puerta, se acercó a su tío seguida por sus hermanos. Los cuatro quedaron frente a la puerta principal.

—Hace días que está un poco rara, yo pensé que era por lo que hizo mi papá.

—¿Qué viste?

—Bueno, la otra vez la ví que se estaba peinando con un cepillo de dientes.

—¿Qué, y no me dijiste nada?

—Bueno, tío, ya te dije, pensé que estaba mal por lo de mi papá. ¿Qué podía saber yo?

—Yo la ví esta mañana sentada y agarrándose la cabeza cuando entré a la cocina —aportó Brenda—, me dijo que había tenido un mareo, pero ya estaba bien.

—¿Y vos, Kevin, qué viste? —cuestionó Federico.

Los tres se le quedaron mirando, pero Kevin solo se encogió de hombros.

—Yo no ví nada.

Mariana negó con la cabeza, según su pensamiento, Kevin solo les había hecho perder tiempo.

—También a nosotros cuando estábamos acá porque nos suspendieron en el colegio nos mandó a la plaza con las peques y ella se quedó sola con la Brenda.

—Sí —dijo Brenda bajando su mirada, triste—, me pidió que fuera a comprar bolsas de basura y sacó todas las cosas de mi papá a la vereda, después trajimos la mesa y las sillas para acá.

—Y cuando nosotros volvimos al colegio llevó todo otra vez a la cocina ella sola —agregó Mariana.

—¿Qué, por qué?

—No te dice nada, tío. Siempre que le preguntamos algo nos dice que somos muy chicos para entender por qué ella hace las cosas —explicó Kevin.

Federico asintió y luego se frotó la frente por un momento, pensando.

—Bueno, chicos, vayan a la cocina con sus hermanas. Después que se vaya el médico yo los voy a llamar para que vean a su abuela. Y por favor, no hagan quilombo que capaz y sea estrés o algo así lo que le pasa. Ya vamos a saber bien —concluyó.

Los hermanos obedecieron y se retiraron dejándolo solo. Federico sintió el impulso de volver a la habitación de Dolores, asegurarse de que todo estuviera bien, pero también sentía la necesidad de esperar a Roque. Ese médico nunca había estado en ese barrio y quizás le costaría encontrar la casa según pensó él. Finalmente, el tío se convenció y luego de ir a la habitación de su madre para comunicarles su plan, salió a la vereda para esperar al médico. En cuanto viera el automóvil del hombre sería tan fácil como hacerle señales agitando los brazos para que pudiera llegar lo más pronto posible.

Durante el viaje, Roque se preguntó varias veces por qué había aceptado ir a aquel lugar. Quizás era un favor que tenía por fin mantener su buena imagen a ojos de los Herrera. Familia más que conocida y celebrada en su círculo social. Un círculo que se volvía cada vez más apretado y del que él también formaba parte así como Zara y sus padres (Los Herrera). «Ahora podría estar en mi casa mirando una porno», pensó Roque porque al menos ahí, en los pensamientos que nadie podía adivinar, él era libre de ser quien era. Un pequeño espacio personal donde abrazar las perversiones que su inmaculada bata blanca nunca les dejaría adivinar a todos los demás. Cierto era que historial de búsquedas en la computadora de Roque haría ver como un niño de kinder a cualquier chico malo de turno, pero como esos pensamientos impronunciables que tienden a abultar la alfombra, estaban bien guardados, tanto que él mismo solía pensar qué clase de demonio se apoderaba de su apetito sexual volviéndolo cuestionable como mínimo. «Nada que un Padre nuestro no pueda solucionar, aunque creo que eso solo funciona para los creyentes», también solía pensar Roque para reírse y luego quedarse con la sonrisa dibujada mientras veía la función seguir su curso sin estar jamás bajo el reflector, nunca en evidencia.

Se podría decir que Roque era un hombre particular con gustos e impulsos que podían serlo todavía más, aunque nunca lo suficiente para romper ninguna ley. En su concepción de las cosas: «A cada quien lo calienta lo que lo calienta», todo estaba bien. Después de todo, más de una vez a su consultorio había llegado uno que otro paciente con algo atorado en el recto, algo que portaba líquido ya fuera bebible o de aroma particular. Sin necesidad de ser precisos por el simple hecho de impresionar, el hombre tenía muy claro que allí afuera había de todo y para todos los gustos. Justo como esos a quienes les había retirado dichos objetos atascados y en total confidencialidad luego los veía dar sus discursos esperanzadores. Esos, los mismos que como si dichos objetos indebidos nunca hubieran estado en su interior, se la pasaban en programas de TV rebatiendo ideas que jamás iban a congeniar con sus valores tan arraigados por los que sentían la necesidad de defender la familia tradicional. Su moral intachable como estandarte era la carta con la que reprimir los derechos de quienes no fuesen capaces de ajustarse a lo que se consideraba normal, y como la herida de una lanza que nadie podía evitar, desde lo alto en comunicación directa con alguna deidad ellos comunicaban lo que Él quería de su ciervos. Una amalgama de palabras bonitas y prometedoras que provocaba la discusión en ese pequeño círculo. “¿Sería bueno votarlo?” “¿Quién mejor que uno de nosotros para cuidar nuestros intereses?” Ellos, los cercanos no perdían tiempo en discusiones sobre identidad ni el derecho a decidir sobre el propio cuerpo. Ellos, los que especulaban sin importar el sufrimiento de nadie más tenían cuentas bancarias que engordar todavía más, siempre más. “Sí, tiene que ganar, pero tenemos que hablar con él antes. No nos vaya a pasar que de nuevo que le pagamos la campaña y la publicidad a un candidato para que después se haga el boludo con nosotros”. “Sí, pero cómo le fue a ese”. “Debe ser bastante entretenido ver crecer el césped desde abajo”. “Ni siquiera eso, los hijos le pusieron artificial para no tener que pagar alguien que lo mantenga”. “Chicos con futuro, eso sí”. Entonces las risas eran compartida por la satisfecha concurrencia. En sus opiniones: otra buena reunión.



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En el texto hay: pobreza nobleza familia

Editado: 31.05.2023

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