Para cuando Alba Celeste regresó a la cocina, Zara ya no estaba ahí. Todos habían salido de la pileta y ella les estaba ofreciendo toallas, misma que los chicos recibieron y luego se sentaron en el borde la pileta, al sol.
—¿Ya no quieren bañarse más? —consultó la madre.
—No, es medio tarde ya. Tenemos hambre —anunció el varón rodeado por sus hermanas.
Ambas, envueltas en las toallas se abalanzaron contra él para chocar sus brazos desde ambas direcciones.
—¡Kevin! —reprendió Mariana.
—Chicas, dejen a su hermano que no hizo nada malo —pidió Alba Celeste—. Dijo lo que pensaba y eso nunca puede estar mal —concluyó la mujer mirando a su hija.
La expresión en el rostro de Zara, a boca y frente fruncidas, era todo menos amena.
—¿Y todavía te divierte, mamá? —inquirió Zara, notablemente molesta.
—¿A vos no, hija? —insistió Alba Celeste con una sonrisa—. La muy cara rota no sabía dónde meterse. Está perfecto que le haya pasado eso, yo aplaudo a las chicas. ¡Qué valentía!
—¡Pero, mamá, nos dejaron mal!
—¿A nosotros, por qué? Yo que sepa acá nadie hizo nada mal.
—Nunca entendés nada, mamá. —Se quejó Zara.
Los hermanos miraron a su tío Federico, sentado a su lado, pero rápidamente volvieron a las mujeres. La expresión del tío decía que él estaba tan perdido como ellos.
—¿Qué pasó? —quiso saber Federico.
—Nada, querido. Zara y sus dramas tradicionales.
—¡Mamá! —reclamó la hija para después mirar a su marido—. Dulce y Candela le pegaron un cartel de se vende a la camioneta de la vecina.
Federico no contuvo una carcajada:
—¿Qué?
A él le había hecho más gracia el enojo de su esposa que el hecho en sí.
—Si les vas a decir eso también les tendrías que decir por qué las chicas hicieron eso —agregó Alba Celeste, pero como Zara no emitió sonido, ella misma los miró y les comunicó los pormenores del asunto—. La escucharon diciéndole a un hombre que puso a trabajar que no le podía pagar y pensaron que si vendía la camioneta le iba a poder pagar.
Todos rieron, todos menos Zara y la empleada. Los ojos de la mujer parecían dispuestos a salirse de las órbitas, pero dada su quietud ella se había vuelto invisible para todos.
»Ay, hija —siguió Alba Celeste acercándose más a Zara—. Tampoco es para tanto, cambia esa cara, ¿sí? —pidió la madre acariciando la espalda de su hija.
—Creo que nunca pasé tanta vergüenza —dijo Zara tapándose la cara con su mano.
—¿Vergüenza? Vergüenza debería darle a ella... Unas criaturas, Zara. Unas criaturas con un simple papel y un lápiz demostraron que a su corta edad tienen muchos más principios y valores que ella. —Alba Celeste negó y luego expulsó el aire por la boca, notablemente frustrada—. ¿Qué te tiene que importar tanto lo que ellos piensen de nosotros? Acá la mayoría es doble cara, hija y mientras tengas plata está todo bien. ¿O vos te pensas que alguno de estos te va a dar un bollo de pan si caes en desgracia?
Los hermanos volvieron a mirarse entre ellos, a la empleada todavía sentada y después a su tío. Ellos no podían creer lo que escuchaban, pero se quedaron tranquilos cuando Federico asintió para ellos diciendo así que Alba Celeste era alguien a quien prestarle mucha atención cuando hablaba.
»No te engañes, hija. La mayoría acá es amable y te sonríe porque sabe que tenés una buena cuenta de banco, pero si no fuera así te puedo asegurar que ni se molestarían en mirarte a los ojos. Mirá si no lo que pretendía hacerle a ese pobre hombre. ¿Te parece más correcto eso que lo que hicieron las chicas? En fin... —anunció Alba Celeste acertando unas cuantas palmadas en la espalda de su hija—, vos seguí haciéndote la cabeza si querés. Para mí no vale la pena... Prefiero mil veces el respeto de una persona humilde y trabajadora al de esta gente enamorada de las apariencias, pero cada uno decide. De momento, yo me voy a atender a los chicos —concluyó.
Alba Celeste le sonrió a los hermanos y los llamó con un movimiento de su mano, indicando que debían seguirla adentro. Los tres miraron una última vez a su tío esperando confirmación y al ser esa afirmativa, se pusieron de pie para seguir a la mujer.
Federico también se puso de pie para ir donde Zara y tomarle las manos. Quería verla a los ojos, pero ella le esquivó la mirada. Federico no quiso insistir y luego de darle un beso en el costado de la frente, se dirigió dentro.
«Mejor esperar a que solita te calmes», pensó él.
Entonces Zara se quedó sola frente a la piscina y con la empleada sentada a unos metros. Ninguna sabía qué hacer. El jardinero por su parte, al otro lado del agua contenida, simulaba arreglar algunas plantas cuando en verdad no se había perdido ni una sola palabra.
Poco después, la empleada pareció recobrar su razón y se apresuró a entrar en la casa. Zara giró siguiendo a la mujer con la mirada y bajó sus brazos a la altura del abdomen, creando una línea recta con cada mano sujetando el codo contrario. Dentro, Alba Celeste, ahora ayudada por su empleada, les servía la merienda a los chicos mientras ellos uno a uno movían los labios y sonreían ante su turno, quizás agradeciendo la atención. Todos estaban en armonía, cómodos con cada uno de los presentes. Tan en paz que Zara no pudo evitar sentirse fuera de lugar una vez más.
Ella no recordaba cuándo había sucedido, pero de todas formas sabía que no habría sido cosa de un preciso momento ni suceso. En algún punto del viaje de su vida todo empezó a ser así, estructuras de perfecta sincronía destinadas a seguir el mandato social. Y una lágrima cayó de sus ojos.
Zara se recordó. Había tanto fuego en su interior, la anterior hubiera quemado cualquier cadena que quisieran ponerle. En ella vivía tanto ímpetu, tanta bravura con la que deseaba vivir su vida, pero en algún punto, la joven rebelde sintió el deseo de encajar. Uno a uno los pareceres ajenos comenzaron a deformar su visión. La aprobación se sentía como una poderosa droga y se acomodó. Aquel espacio seguro cada vez más y más se achicó. Nada, ni una sola palabra por fuera de lo que se esperaba de ella.