Entre el paisaje de la desolación la casa de los Tobares se sostenía un poco por la física y otro tanto por obra del espíritu santo. Frase que Dolores había escuchado de su nieta mayor, Mariana y usado ella misma más de una vez tratando de proteger su orgullo infantil cuando vecinos bien intencionados le ofrecían una mano para mejorar el lugar luego de que los nietos se mudaron con ella. Desde la perspectiva de la abuela lo último que quería era estar en la boca de esa gente y eso valía más que el nuevo bienestar ofrecido. Quizás si Dolores hubiera tenido gusto por los tatuajes su piel estaría rezando algún mantra de la sabiduría popular como: cuando la limosna es grande hasta el Santo desconfía.
Entonces esa mañana frente a la ventana y en silencio la abuela continuaba con su contemplación del exterior al tiempo que se permitía la honestidad de pensar lo que no jamás diría en voz alta cerca de los niños: «¿Qué voy a hacer, qué futuro les puede ofrecer este barrio?»
Al menos le quedaba el consuelo de saber que ella nunca iba a permitir para sus nietas el destino que ella había tenido.
Las lágrimas caían de sus ojos cuando esa criatura de tan solo doce años de edad se cubría la boca con las manos. El no más honesto y contundente de su corta existencia peleaba por salir, pero la mirada prohibitiva de sus progenitores se volvió un cerrojo infranqueable. Frente a ellos en la puerta de su antiguo hogar aquel hombre mayor la miraba esperando una decisión. Los padres no tuvieron más que mirarse mutuamente y asentir para ponerse de acuerdo. Eran tiempos difíciles para la economía del hogar y aunque muy profundo les causaba cierto malestar tener que dejar ir a su hija tan pequeña, aquella situación no podía extenderse más. En la creencia de subsanar la situación del hogar y del autoengaño diciendo que ella estaría bien, que ese hombre cuidaría bien de su hija, la madre extendió la mano para apoyarla en la espalda de su hija y hacerla dar un paso adelante.
—Tenés que hablar con él, Dolores. ¿O no te pensas conocer con tu futuro marido?
La niña dio el paso adelante obligado por su madre casi en un brinco, uno de miedo, tristeza y angustia. Quizás en su mente y al corto entendimiento de la situación que su edad le permitía, Dolores esperaba que aquello fuera alguna clase de castigo. Tal vez sin darse cuenta ella había sido una niña mala y entonces ese hombre mayor se habría puesto de acuerdo con los padres para darle un buen susto. Podría ser solo cuestión de unos momentos más para que ellos la hicieran volver dentro de la casa con una amenaza para corregir su comportamiento: «Si te seguís portando mal él te va a llevar a su casa», escuchó Dolores dentro de su frágil estado mental en voz de su madre, pero esas palabras no sonaban. Aquella circunstancia solo se estaba extendiendo de más. Y entonces pasó...
Ese hombre mayor sin ninguna clase de pudor o vergüenza, tomó la mano de la niña y se pronunció mientras investigó la misma con su mirada...
—Tú mamá me dijo que sabés cocinar, limpiar y lavar. Que ella te enseñó bien.
—Sí, ella es muy buena en la casa. —Se apresuró a responder por la niña su madre.
El hombre soltó la mano de la pequeña Dolores y miró a la mujer con notable desagrado.
—Quiero que ella me responda; usted no va a estar en mi casa para responder cada vez que le ordene algo a ella —respondió el hombre con tono severo.
La madre miró a su esposo esperando una órden de su parte y él asintió, dándole la razón al futuro yerno, por lo que la mujer bajó su cabeza para quedarse en silencio.
Él volvió a centrar su atención en Dolores y esta vez le tomó la cara desde el mentón para hacerla girar a la derecha y la izquierda.
—Quiero ver que estés bien, que no tengas defectos que puedan heredar nuestros hijos —aclaró él mientras veía como las lágrimas de la niña no dejaban de brotar—. Sí, parece que está todo bien; ¿tiene listas sus cosas? —interrogó a la madre.
Ella, sin levantar la cabeza, se dirigió al interior de la casa para tomar una mochila que estaba encima de la mesa de la cocina-comedor, misma que contenía ropa de su niña y que le puso a la pequeña en la espalda cuando regresó a la puerta principal. Dolores tenía un nudo tan grande en la garganta que ni siquiera fue capaz de lanzar un grito ahogado. Ya no había nada que hacer. Mirando hacia atrás en varias ocasiones ella vio como sus padres cerraban la puerta sin mirarla ni una sola vez. Era una realidad, su infierno había comenzado arrastrada de la mano y contra su voluntad por aquel adulto inescrupuloso. Uno con la autorizada y completa libertad para hacer lo que quisiera con y de ella.
Inmediatamente al atravesar el umbral de la puerta principal en la que sería su nueva y precaria casa, la niña sintió el más absoluto terror recorriendo cada centímetro de su cuerpo. Su mente estaba lejos de comprender cómo era posible que alguien la hubiera adquirido tal cual un objeto y que sus propios padres en complicidad con dicho comprador, decidieran su destino al igual que el de un animal que no tiene nada por pronunciar ni reclamar.
»No es mucho, pero vas a estar mejor que en el pozo del que te saqué —dijo él empujando a la pequeña desde la espalda para cerrar la puerta y dirigirse a la cocina solo—. Tampoco me tenés que tener miedo porque desde hoy yo soy tu marido y si te portas bien nos vamos a llevar muy bien.
Dolores cruzó sus pequeñas manos encima de su abdomen y bajando la cabeza tomó aire para detener su llanto y armarse de valor. Él, complacido por lo que veía; la resignación en un alma tan joven cuya voluntad había sido quebrada y en unas de los pocas ocasiones que mostraría emoción alguna y cierto carisma tranquilizador, le sonrió aún si ella no podía verlo.
»Vení —llamó acompañando su voz con el gesto repetido de su mano derecha, invitando a que la niña recorriera los metros que los separaban en lo que aquel momento era solo un rectángulo en el que la entrada, comedor y cocina estaban juntos sin paredes divisorias.