Cuando abrí mis ojos lo primero que vi fue un interminable cielo. Me encontraba acostada boca arriba en la orilla de una playa. Permanecí inmóvil mientras las olas del mar rozaban mis pies y me generaban cosquillas. Mi camisón estaba totalmente empapado y mi pelo, cubierto de arena húmeda, se había adherido a mi piel. Por supuesto, mi reacción inicial fue asustarme. « ¡Se inundó mi pieza! Mi mamá va a estar furiosa » pensé, después de atribuirle el problema a un caño roto. Pero recordé lo sucedido y concluí que, debido al golpe que sufrí en la cabeza, en ese preciso momento en el que yo me encontraba frente al mar, paralelamente también estaba inconsciente en el piso de mi pieza. La verdadera explicación fue: Todo esto es una alucinación.
Al reincorporarme y mirar a mí alrededor, quedé pasmada con la hermosura de aquel próspero espacio. Sentí un enorme aprecio por ese amanecer que acompañaba al clima cálido. Era un candilazo que favorecía significativamente al cielo, el que a su vez, con un color rosa, me hacía acordar al algodón de azúcar que vendían en las ferias de mi barrio. Aunque había un pequeño detalle que no podía pasar por alto. El cielo estaba decorado con 2 soles, uno amarrillo y brillante como el que yo ya conocía, y otro anaranjado, de menor tamaño y un poco más opaco. Se encontraban uno al lado del otro. Vivía en primera fila una fantasía, y me gustaba tanto que casi todas mis preocupaciones se desvanecieron por un lapsus de tiempo. Al darme media vuelta noté que, del lado contrario al mar, se extendían campos cubiertos de una extraña vegetación. Los árboles y las plantas, pintados de colores que nunca en mi vida había visto, conformaban una colorida desorganización que dejaría pasmada a cualquier persona. También, si prestabas atención, podías escuchar el silbido de las aves y otros animales que allí vivían. Las brisas de soplo suave agitaban las ramas de los árboles provocando una sinfonía en flauta dulce. Pensé que sería muy bonito vacacionar en ese lugar paradisíaco. Era lindo, no había gente, tenía toda la playa para mi sola y quedaba a un paso de la casa. Aunque, para mis papás, sería difícil llegar hasta donde yo estaba. Después de todo, lo que estaba contemplando en realidad era un bello producto de mi desbordante imaginación.
Caminé por la orilla del mar intentando rodear el terreno y presumir la amplitud del espacio. Inevitablemente me rendí al darme cuenta que era imposible saber las dimensiones del lugar estando yo sola y tomé la decisión de adentrarme en la arboleda, con la esperanza de encontrar a una persona que me brindara indicaciones. Cuanto más profundo incursionaba, mayormente distinguía que no todo lo que allí habitaba era colorido y agradable. Había cosas un poco raras y perturbadoras. Los arbustos no eran comunes, algunos tenían hojas negras en forma de cono de las cuales crecían pequeñas púas doradas, en otros, las raíces en vez de crecer dentro de la tierra, brotaban hacia la superficie y aprisionaban a los árboles de forma tan violenta que los quebraban, como si se estuvieran alimentando de ellos. También había hongos enormes de color purpura con manchas rojas. Parecían forrados a base de piel de animal, una especie de cuero con pelusa, y desprendían un aroma fétido, evocando en mi memoria un día de verano en el que se cortó la luz en mi casa y había quedado pescado en la heladera. Daba un poco de miedo y asco. Ese tipo de naturaleza nunca la había visto en Animal Planet, por lo general ahí muestran seres vivos un poco más bonitos. También había una especie excéntrica de flores. Una imitación de girasol que, contrario al original que en su centro guarda polen con su típica tonalidad marrón, este tenía algo parecido a una boca con afilados colmillos. Nacían de una planta que poseía hojas terriblemente largas y carnosas. Era un pulpo con muchas boquitas, no había otra forma para definirlo. Cuando vi una enredadera moverse y al girasol acercándose a mi e intentando olfatearme el pelo, indudablemente aceleré el paso. «Es mi imaginación, es mi imaginación, no puede lastimarme» repetía insaciablemente hasta lograr creer en mis palabras.
Llevé la mirada hacia arriba y observé los pájaros, algunos tenían un plumaje del color del arco íris, mientras que otros eran muy brillantes, tanto así, que daba la sensación de que sus plumas estaban cubiertas de fuego. Uno de este último grupo inclinó su cabecita y extendió sus alas. En ese momento pensé « ¡El pájaro se está incendiando! » y en un despliegue de valentía quise atraparlo para intentar apagar el fuego. No resultó como yo esperaba. El ave se enojó y empezó a picotearme la frente. Resultó ser una desagradecida. Como no detenía su ataque, no tuve opción más que salir corriendo. En la huida me tropecé con la raíz de uno de los árboles y derrapé bruscamente. Era la segunda vez que me chocaba con algo en el mismo día pero, por lo menos, en esta ocasión no había sido culpa de mi organización creativa. El golpe fue revelador porque me hizo sentir dolor. No habría sido extraño que con semejante golpazo no me lastimara, lo raro era que pudiera sentirlo de una forma tan real estando dentro de un sueño. Quedé tendida en la tierra, preocupada y con muchas dudas. Consideraba mantenerme en esa posición, hasta que escuché que alguien me hablaba:
― ¡¿Qué haces?! Fíjate por donde vas― gritó una voz chillona.
Me levanté en un salto asustada. Giré mi cabeza hacia todos lados pero no veía a nadie.
― Los jóvenes de hoy en día, siempre apurados. Apenas saben caminar y ya quieren correr― dijo la voz.
Miré hacia abajo y, entre un par de ramas, distinguí a una diminuta lagartija que me observaba con ojos arrogantes. Era parecida a las que viven en el patio de mi casa, sólo que esta era un poco más interesante. Lucía un raro color violeta azulado en todo su cuerpo, al que se le sumaban algunas manchas blancas. Era muy diferente de las que yo conozco que son verdes o beige. La esclerótica de sus ojos, a la luz, parecía mostrar un brillo anaranjado. También llevaba un morral hecho con hojas y lo más importante: Podía hablar.