― ¡Que emoción! ¡Cuanto espacio! ― exclamó maravillado el garabato, apoyado sobre mi pie.
― Yo creo que no tendríamos que abrir ninguna puerta más, suficiente por hoy, busquemos otra forma de salir de acá― dijo el Sr. Ernest manteniendo sus ojos cerrados mientras agarraba mi cuero cabelludo.
― Pero Sr. Ernest no hay otro lugar a donde ir. Por favor cálmese, me esta tirado del pelo y me duele.
― ¿Por qué no probamos con la puerta verde? ¿Qué es lo peor que podría pasar?― dijo el garabato con una voz alegre, refiriéndose a la puerta verde con la que Ernest y yo manteníamos una mala experiencia.
― No suena mal, propongo que abras la puerta, lances el garabato ahí adentro y si no le pasa nada, entramos nosotros― dijo el Sr. Ernest formando una sonrisa malévola en su rostro.
― ¡Sr Ernest! No sea así― exclamé.
― ¡Ay! Que gran idea mi querido dragón, yo los puedo ayudar si gustan― respondió el ingenuo garabato.
― ¿Viste? La idea me dijo que tengo buenas ideas, ahora lánzalo lejos― dijo Ernest.
― ¡Basta! no voy a lanzar a nadie.
Las discusiones no pararon desde que salimos del cuarto, esos dos me hacían sentir como una madre. Usualmente el Sr. Ernest era más serio y maduro, pero el garabato, por alguna razón que yo no terminaba de entender, lograba sacar lo peor de él.
― En la puerta verde no hay nada garabato, perdón, idea― traté de corregirme para no ofenderlo. Aunque me gustaba contradecir al Sr. Ernest, a mí también me resultaba extraño considerar al garabato como una idea. Entonces se me ocurrió preguntarle su nombre.
― ¡No tengo nombre!― respondió el garabato sin perder el entusiasmado.
― Eso es imposible, debes tener un nombre, sino cómo hacían para diferenciarse entre sí los garabatos ahí adentro― comenté.
― No necesitábamos diferenciarnos, éramos todos iguales, si uno de nosotros se perdía o se dañaba, lo remplazábamos y listo. Por eso nunca tuve un nombre.
― ¡Que triste!― exclamé.
― ¿Por qué triste? no creo que sea algo de suma importancia. Todos somos reemplazables o intercambiables por otro igual o mejor que uno― respondió el garabato.
En aquel momento esa respuesta me resultó muy cruel, si lo que nos estaba contando era en serio, eso significaba que los garabatos habían perdido el extrañarse. Claramente no se pueden hacer amistades duraderas cuando el otro puede ser olvidado fácilmente. Ahora más que nunca entiendo por qué el deseo del garabato era marcharse, más allá de la curiosidad por lo desconocido, a él lo que lo atormentaba era la soledad del que no puede estar solo y la falta de sentido del sí mismo.
― ¡Pero qué barbaridad estas diciendo!― gruñó el Sr. Ernest―. Es importantísimo tener nombre. Por ejemplo, a mí me gusta coleccionar lápices, algunos me gustan más y otros menos, pero todos tienen nombre, yo se los di ¿Por qué lo hago? Simple, porque quiero, porque comparto afinidad con cada uno de esos lápices y me gusta darles un nombre para hacerlos pasar de un simple lápiz a algo especial. Hay un montón de lápices en el mundo, pero los míos son diferentes, yo los hice únicos. Mirá garabato, haber atravesado esa puerta no va hacer que cambies, te podes considerar a vos mismo como quieras, pero si seguís pensado que tener un nombre es innecesario, entonces no vas a ser diferente de cualquier garabato promedio, por más idea que seas.
― ¡Ay, es verdad! ¿Y ahora qué hago? necesito un nombre. Mi querido Ernest, rápido, póngame un nombre.
― No― respondió Ernest.
― ¡¿Por qué no?! Si hasta sus lápices tienen nombre― exclamó el garabato.
― No es tan fácil.
― ¿Qué te parece Garo?― dije después de pensar unos segundos.
― ¡Genial!― respondió el garabato.
― No, Cora no podemos darle un nombre al azar, tiene que tener un significado.
― Pero el nombre Garo combina con él, usted lo dijo, no puede andar por la vida sin un nombre, démosle uno ahora.
― ¡Me encanta! Es genial, niña sos la criatura más amable que conocí hasta ahora.
― Y eso que te golpee dos veces― respondí.
― ¡Pero carece de significado!― exclamó Ernest.
― Por supuesto que tiene significado mí querido Ernest. Es el nombre que me regaló mi primera amiga, eso lo hace hermoso― respondió alegremente Garo.
Debo admitir que me incomodaba un poco que el garabato fuera tan alegre y empalagoso. Pero cuando le respondió eso a Ernest, no pude evitar sonreír. No me di cuenta, hasta ese momento, que necesitaba que alguien dijera algo dulce sobre mí.
Resuelto el nombre del garabato, me dirigí hacia la última puerta. Estaba pintada de color azul y el mensaje escrito decía "Cuidado con las Espinas".
Este cartel era más obvio que los anteriores. Claramente las espinas pueden lastimar, eso induce instantáneamente a ser precavido. Lo que vino a mi mente fue que, una vez adentro, lo primero que veríamos sería un gran cactus. No me alcanzó la imaginación para algo más que eso. Pero tampoco me esperaba encontrar todo lo contrario. Al entrar no pudimos ver nada que se considerara punzante, del otro lado de la puerta existía un inmenso sembrado de margaritas. Había tantas de esas flores que era imposible no pisarlas. De pétalos color blanco y centro amarillo teñían el color verde del suelo, le daban un brillo especial gracias al rocío y los rayos del sol, que alumbraba una mañana esplendida. Hasta ese momento, aquel lugar era el menos peligroso al que habíamos llegado. Lástima que yo estaba acostumbrada a los conflictos, así que, esperando que surja el imprevisto, no pude disfrutar la tranquilidad. De forma suspicaz, con la mirada recorrí el prado, tratando de averiguar qué tan grande era y hasta donde nos podía llevar.