¿qué hay de cenar?

Capítulo 6

El primer sonido que escuché al despertar fue el tic… tac… del reloj.
Era lento… insoportable en mis oídos, como un goteo que se incrustaba dentro de mi cabeza.

Abrí los ojos con esfuerzo; mis párpados pesaban más que el resto de mi cuerpo.
La habitación parecía flotar, oscilar, deformarse en mis ojos tan desenfocados.
Mi cabeza latía con una punzada constante, dolorosa, como si algo golpeara desde dentro.

El eco de la música, las voces, las risas… todo lo que había sucedido en la fiesta se mezclaba en mi mente como un sueño mal hecho.
O más bien, como una pesadilla.

Intenté incorporarme, pero el movimiento me arrancó un gemido ahogado: el cuerpo me dolía, las piernas no respondían y sentía mi cabeza punzar.
La manta que me cubría cayó al suelo y el aire helado de la noche se me clavó en la piel.

Parpadeé varias veces hasta distinguir el entorno.
Estaba en la sala de estar de la casa…
La chimenea aún respiraba débilmente, con brasas moribundas que proyectaban sombras titilantes sobre las paredes.
El reloj sobre la repisa marcaba las 11:20 p. m.
El péndulo se movía hipnótico, sin avanzar el tiempo. Solo se escuchaba el molesto Tic… tac… tic… tac…

“¿Cómo… había vuelto aquí?”

El último recuerdo que me viene a la mente es la fogata, el baile, la música… y la sonrisa de Oliver.
Después, la oscuridad.
Oscuridad y un peso sobre mi cuerpo que no quiero recordar.

Tragué saliva con dificultad; mi garganta estaba reseca, como si no hubiera bebido agua en días.
Busqué con la mirada a Alicia.
Estaba ahí, dormida en el sillón contiguo.
Su cabello caía desordenado sobre su rostro, y estaba usando su camisón de dormir. Dormía profundamente, ajena al nudo de angustia que me apretaba el pecho.

Me moví con torpeza; apenas al sentarme, el mundo se me dio vuelta.
Una oleada de náuseas me subió por la garganta.
No llegué a vomitar, pero sentía esa necesidad, como estaba salivando tanto indicaba que iba a vomitar, pero me aguanté.

Y entonces noté al bajar mi vista que no tenía mi blusa puesta...Y tampoco mi brasier.
Solo llevaba puestos mis pantalones y mi suéter verde.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
¿Fue Alicia quien me quitó la ropa… o fue Oliver?
Note algo más, mis muñecas me dolían, marcadas por un enrojecimiento profundo, como si alguien me hubiera sujetado con fuerza.

—¿Qué… pasó? —murmuré, apenas audible, con la voz ronca y quebrada.

Alicia se movió lentamente, bostezando con la tranquilidad de quien despierta de un sueño plácido.

—Alicia… despierta, por favor.

Un ruido en la cocina me hizo saltar.
Giré bruscamente hacia el sonido.
Nada.
Solo el silencio.

—Canelita… —susurré.
Tal vez la gata ya había regresado.

Me levanté con esfuerzo. El cuerpo me dolía en cada paso.
Alicia me observaba perezosa desde el sillón.

—¿Qué pasa, Dina? —preguntó entre bostezos.

No respondí. Solo fui hasta la cocina, buscando cualquier señal de la gata.
Pero no había nadie.
Solo una sensación extraña… como si el aire allí fuera más espeso, más frío.

—Pensé que Canelita había regresado —dije sin mirarla— ¿Cerraste la ventana de tu cuarto?

—Mmm… no que yo recuerde.

Al volver, vi a Alicia sirviéndose vino con manos temblorosas.

—¿Cómo llegué aquí? —susurré casi suplicando— ¿Quién nos trajo, Alicia?

Ella suspiró, llevándose una mano a la cabeza.
—Creo que los chicos nos trajeron. Recuerdo que Lucas dijo que ya era tarde… Oliver nos ayudó a llegar. Además, la fiesta se estaba poniendo pesada.

Oliver.
Su nombre me heló la sangre.
No lo soportaba.
No después de lo que recordaba… o creía recordar.

—Debimos quedarnos dormidas —dijo intentando sonreír— Al menos no hicimos el ridículo en la fiesta, ¿no?

Su intento de humor murió en el aire al ver mi rostro.
Solo asentí débilmente.
El silencio entre nosotras se estiró, opresivo.

El fuego se apagaba, dejando un olor a madera quemada, a encierro.

Quería saber la verdad.
Por qué no tenía mi ropa.
Por qué mis muñecas dolían.
Pero las palabras se negaban a preguntar en ese preciso momento.

No estaba segura de querer recibir respuestas.

—Voy a preparar algo de comer —dije al fin mirando a Alicia— Tengo hambre.

—Sí… haz algo, por favor. Siento que me muero de hambre también —respondió Alicia, sirviéndose más vino.

Pensé que tal vez comer nos haría sentir mejor.
En la cocina, encendí la luz. El foco parpadeó dos veces antes de estabilizarse.
Tomé huevos, chiles, tomates, cebollas.
El sartén estaba cubierto por una fina capa de polvo; lo lavé bajo el chorro de agua fría, sintiendo cómo el sonido del agua llenaba el silencio.

Un golpe seco me hizo brincar.
El vaso de Alicia, el que había dejado sobre la mesa antes de irnos a la fiesta, yacía roto en el suelo.

—Ah… maldición… —susurré.

Ni siquiera había tocado el vaso.
¿Se había caído solo?

—¿Qué pasa? —preguntó Alicia, medio dormida, desde la sala.

—Se cayó tu vaso de agua —grité, intentando sonar tranquila.

El silencio volvió.
Solo el goteo del fregadero.

¿Qué hay de cenar? —preguntó ella con voz somnolienta.

—Huevos revueltos… es lo más rápido que puedo preparar —respondí.

Tomé el cuchillo y empecé a picar los chiles sobre la tabla de madera.
El sonido seco del cuchillo era tranquilo.
El jugo del tomate se escurría entre mis dedos.

Por un instante me calmó esa simple rutina familiar de cocinar un rico huevo revuelto.

Esa calma me duró muy poco, ya que estaba sintiendo el ambiente de la cocina más frío.
Una corriente helada recorrió la cocina y me erizó la piel.
No había viento.
No había razón para que se sintiera frío.




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