El aire volvió a mis pulmones como un golpe seco, frío y punzante. Aspiré con fuerza, jadeando, como si emergiera de un abismo invisible… pero el miedo seguía ahí, adherido a mi piel, una segunda capa de sudor frío que no se evapora. El reloj seguía marcando la misma hora maldita: 11:20 p. m. El sonido del tic… tac… resonaba en toda la casa y en mi cabeza taladrando mis pensamientos en su ritmo implacable.
—¿Dina? —escuché la voz de Alicia, lejana, apagada, como si viniera desde el fondo de un pozo— Oye… estabas gritando.
Giré el rostro hacia ella. Estaba sentada a mi lado en el sofá, envuelta en la manta. Su cabello despeinado caía sobre el rostro, pero algo en ella no era igual. Sus ojos… parecían sin ningún tipo de brillo, dos hoyos negros y vacíos que no reflejaban luz. Ni siquiera pestañeaba. La ausencia de ese pequeño movimiento involuntario era más perturbadora que cualquier grito.
—¿Gritando? —susurré con un hilo de voz nerviosa y rasposa— Yo… no… pero la mujer…Estaba aquí...
Llevé una mano temblorosa a mi cuello. No había marcas. Ni heridas. Pero aún sentía el ardor de esas manos frías, huesudas, una presión espectral que había dejado una huella fantasmal en mis músculos, estrangulándome en la oscuridad. La memoria del tacto era más vívida que cualquier cosa.
Alicia ladeó la cabeza lentamente, con una fluidez antinatural, como si su cuello fuera de aceite. Su sonrisa era una mueca extraña, torcida, como si estuviera imitando un gesto humano sin entenderlo, un dibujo mal copiado en un rostro de cera.
—Sí… gritabas muy fuerte —dijo con tono monótono, plano, carente de una emoción humana— Como si te estuvieras ahogando… y quisieras hablar, pero no pudieras. Como si te hubieran cortado el cuello y te ahogaras en tu propia sangre.
—¿Qué dices? —susurré con inquietud por sus palabras— ¿Qué pasó, Alicia?
Sus ojos se clavaron en los míos, estaban fríos, sin vida. Cuando habló su voz sonaba como vacía.
—Tienes que despertar, Dina.
—Ya estoy despierta —dije, temblando, sintiendo cómo la afirmación sonaba falsa incluso en mis propios oídos— Ya estoy despierta…
Pero algo en su tono me heló por dentro, cristalizando el miedo en mis venas. Intenté racionalizar: era el cansancio, la bebida, el susto… mentiras. Pequeñas y frágiles mentiras que me contaba para no quebrarme del todo, para no admitir que el suelo de la realidad se estaba agrietando bajo mis pies.
—Tengo hambre —murmuré, intentando sonar normal, aferrándome a la rutina como a un salvavidas de papel en el mar.
Alicia me observó sin moverse, como una estatua de cera posada en el sofá.
—Entonces…ve a comer. Tal vez así vuelvas pronto —susurró, y apenas movió los labios.
“¿Volver? ¿Volver a dónde?”, pensé, mientras me ponía de pie, las articulaciones crujiendo en la quietud. Cada paso pesaba como si llevara zapatos de plomo. El aire se sentía espeso, gelatinoso, como si caminara dentro de un sueño del que no podía emerger. El suelo de madera crujía con cada movimiento, pero el sonido llegaba a mis oídos amortiguado, lejano.
—¿Quieres algo? —pregunté, sin atreverme a girarme, sentía su mirada inmóvil en mi espalda— ¿Alicia?
Cuando miré atrás, Alicia ya no estaba. El sofá donde ella estaba sentada ahora estaba vacío, la manta en el suelo y su copa rota en el suelo también. Su copa... No la había escuchado romperse.
—¿Alicia? —la llamé, con la voz quebrada, devorada por la casa hambrienta de soledad.
Ninguna respuesta.
Solo el tic-tac obstinado, clavado en el mismo segundo, un sonido que empezaba a sentir no en mis oídos, sino en el centro mismo de mi cráneo.
El reloj no avanzaba.
El aire se sentía muerto.
Traté de enfocarme en algo tangible, en una tarea mundana que pudiera anclarme a un mundo que se desvanecía.
Regresé a la cocina. Tomé el cuchillo. Los ingredientes seguían ahí.
Piqué uno, luego otro, intentando distraer mi mente, forzándola a concentrarse en el movimiento mecánico de mis manos.
El cuchillo golpeaba la tabla con un ritmo hipnótico.
Casi…al compás del reloj. Tic-tac, chop-chop. Los dos ritmos se enlazaban, sincronizándose, hasta que no podía distinguir el latido de mi corazón del sonido del reloj o del golpe del acero contra la madera.
El olor del tomate fresco llenó el aire, un aroma agridulce.
Me aferré a él, intentando sentirme viva, intentando recordar cómo podía sentirme antes de ser un manojo de nervios al borde del colapso.
Pero entonces, algo cambió.
El ambiente se volvió más denso, más frío.
Un escalofrío recorrió mi columna, vertebra a vértebra.
Mis manos empezaron a temblar de forma incontrolable y el cuchillo chocó contra el metal del fregadero con un ruido seco qué cortó la falsa normalidad.
Sabía que no estaba sola. Era una certeza que nacía de lo más profundo de mi instinto. Algo estaba en la oscuridad, observando, esperando.
Giré hacia el pasillo.
La oscuridad parecía viva, la puerta del baño estaba entreabierta, algo se movió detrás. Una sombra tomando forma.
Y la puerta se abrió.
Deslizando su peso lentamente, con un chirrido prolongado que sonó como un lamento.
La figura estaba ahí.
Femenina. Descompuesta. Su cabello alborotado estaba pegado a su rostro.
El camisón blanco…manchado de esa sustancia negra dejando un rastro repulsivo al caminar.
—No… —susurré— N-no, no otra vez… no es verdad… Esto no está pasando.
La mujer inclinó la cabeza con un movimiento espasmódico.
Su cuello crujió con un sonido áspero, como ramas secas partiéndose.
—Alicia… —murmuré, sin convicción, sabiendo que era inútil.
Pero Alicia no estaba. No vendría a salvarme. Estaba sola, completamente sola con el sonido del reloj detenido y esta cosa que avanzaba hacia mí.
Ella dio un paso. Conforme se acercaba a mí escuchaba el arrastre de sus pies desnudos y húmedos sobre la madera. Retrocedí. Cerré los ojos con fuerza, apretándolos hasta ver explosiones de luz en la oscuridad, deseando con todas mis fuerzas que al abrirlos todo hubiera desaparecido.
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Editado: 22.11.2025