El chofer del bus no se sentía para nada feliz luego de darse cuenta de que estábamos todas mojadas. Nos había gritado varias barbaridades antes de dejarnos entrar. Al menos pudimos llegar a la universidad a la hora del almuerzo. Estaba algo nerviosa por todo lo ocurrido en el lago. En definitiva, fui algo espontánea para lo que era mi forma de ser, y eso me gustaba.
Disfruté ver a esa ojiazul vacilona. No digo que nuestros lazos se hayan unido más, pero creo que a partir de ahora todo iba a cambiar y no precisamente para mal.
En cuanto ponemos un pie en Seattle University, aún húmedas, vemos al escandaloso de rizos y a la pelirroja; los mejores amigos de Celeste. La reacción de los dos fue algo graciosa. Chay tenía una risa ligada con asombro y Kaira solo se quedó analizando desde atrás.
—¡Wao! —Se asombra el mulato, mostrando su dentadura perfecta—. Para llegar tarde llegan muy empapadas, diría que más de lo que aparentan. —Nos mira e insinúa con sus palabras segundas intenciones.
—Vamos, Chay, bromas ahora no.
—Solo era un chiste, Celeste, ¿viniste con mal humor o qué?
—No, es que siempre me irrita tus malos chistes —aclara.
—Ya chicos, es la hora de almorzar, no quiero que me caiga mal lo que me eche en el estómago —resopla la porrista, haciéndose notar.
—¿Y eso que fue, hielo?
—Chay… cállate anda.
—Ok, ok, qué mal humor se cargan.
—Sin duda —hablo sin pensar, atrayendo la atención de las tres personas que se encontraban frente de mí. Solo Celeste fue la que se me quedo mirando, no sabría decir que tipo de mirada era aquella.
—¿Dónde estabas? —pregunta Kaira—. Hoy en la mañana te estuvimos buscando antes de empezar las clases, pero no te vimos.
—Se me fue el bus por culpa de cierta persona. —Ella me mira de reojo, echándome las culpas de haber llegado tarde.
Me encojo de hombros, como si eso lograra que desapareciera de ahí por arte de magia.
—Entiendo.
El ambiente se puso un poco tenso entre los tres, fue raro, pero no quise hablar para remediarlo. Seguía detrás de Celeste como si fuera ese sabueso que no sabe a dónde ir, como menciono ella antes.
—¡Hey! Les tengo una noticia.
—¿Ahora que es, Chay? —Celeste rueda los ojos en fastidio.
Sin duda esta pareja era una combinación de amor-odio entre amigos que me encantaba.
—Bájale a tus humos de perra resabiosa y escúchame. Hoy en la noche hay una fiesta en casa de Luca. Vas a ir, ¿verdad?
La castaña se queda pensándolo por unos minutos. Podía haber dicho que sí iba, o que no quería salir esa noche, pero no, ella decidió decir otra cosa:
—Sí, estaremos ahí esta noche.
«Estaremos.» Si en Edimburgo era una solitaria que solo tiraba fotos con toques vintage o retro, aquí creo que no iba a ser igual. Yo ni siquiera había aprobado el ir, pero considero que mi opinión en ese momento era inválida. Sabía que, si me ponía de quejona, Celeste, con lo terca que podía llegar a ser, iba a empujarme en contra de mi voluntad a una casa que no conocía en lo absoluto.
Luego de varios minutos planeando lo que iban a hacer en la fiesta, decido ir a mi clase que empezaba dentro de unos cinco minutos, lo peor es que me tomaba más de ese tiempo para llegar al salón.
Y precisamente como pensé, llegué tarde por dos minutos a la clase y eso al profesor de cara larga no le gustaba para nada. Si ya había faltado hoy por la mañana, llegar tarde por segunda vez en el día no era un buen plan para alguien que consiguió una beca a cuestas.
No sé qué fue, si mis ruegos, mis lágrimas de cocodrilo o mis lamentos lo que hizo doblegar a aquel profesor resabioso, pero dejo que entrase a la clase.
Apenada, con la cabeza gacha, entro y me siento en el último asiento que se encontraba en el aula. Creí que todo estaba a salvo en cuanto me di con la dura madera. Esto parecía un circo, al que vas y esperas impaciente a que llegue tu función favorita, pero tienes que ver obligatoriamente varias actuaciones antes.
Bien, la excéntrica actuación esta vez fue no haber hecho la tarea. Sí, me había pasado tanto tiempo pensando anoche que se me olvidó buscar la información que me pedía el profesor a gritos.
Desesperada, con miedo a que me sacase del aula al saber que no la había hecho, tomo el cuaderno de mi acompañante sin pedírselo en el momento que el profesor Gilbert cerro los ojos. El chico chistó por lo bajito, y antes de que pudiera hablar digo la respuesta de la tarea que tenía escrita en su cuaderno.
Por suerte, el profesor no me volvió a molestar en toda la tarde. El chico me miraba con amargura, lo sabía porque su ceja estaba encarnada y sus párpados estaban caídos como si odiase estar ahí.
Al terminar la clase, él se me acerca y me dice:
—Para la próxima haz tú la tarea.
—Gracias, supongo —La pena estaba en mi rostro—, y lo siento mucho… por quitarte el cuaderno así de la nada.