¡quédate conmigo!

Capítulo 4

Chiara

 

—¡Nunca antes me habían secuestrado!—le confieso y me siento un poco torpe por el hecho de estar confesando esto. Es obvio que nunca antes me habían hecho tal cosa, no hay motivo para que algo así debiera suceder, pero mucho menos lo hay como para justiciarlo.

Él empuja aún más el cañón de su revólver contra mis costillas y trago grueso, completamente tensa, tratando de considerar las opciones que tengo para saber cómo se supone que debo escapar de una situación como esta.

—Perfecto, entonces sigue lo que yo hago y no habrá nada que lamentar. ¿Sí? Disculpe, doctora.

¿Me está pidiendo disculpa o lo hace por el hecho de que me estaba tuteando y pasó a tratarme de usted en un santiamén?

Noto que el ascensor desciende de números hasta ir al subsuelo, habiendo trabado la seguridad para que lo haga directo y abra las puertas cuando él lo desea sin que nadie nos interrumpa de camino.

Una vez en el piso “-2”, descubro una cosa. ¡Estamos en el aparcamiento privado del hospital! ¿Ha metido un coche acá? ¿Me llevará dentro de uno? Eso solo puede significar una cosa: me alejará lo suficiente y ya no existirá posibilidad alguna de escapar.

—Avance, doctora—me dice, implacable con sus palabras.

—P-por favor—le digo con los pies temblorosos, camino entre los coches de acá abajo—, no tengo nada que pueda serle útil, apenas soy una médica residente. Y los doctores no tenemos tanto dinero como se nos suele hacer la fama… Podría hacer esto mismo con un congresista o un empresario de criptos, inclusive otra persona que pueda llegar a fin de mes, yo apenas puedo con mis cuentas.

—Eso no tendrá que ser un problema, porque me encargaré de pagarle a usted y muy bien…Por cierto, aún no nos hemos presentado.

—Chiara. Llámeme por mi nombre si quiere. Soy Chiara, tengo veintitrés años y toda una vida por delante, yo… Un momento. ¿Acaba de decirme que usted va a pagarme a mí? ¿No se supone que los secuestros funcionan al revés?

Le miro con un poco de sorpresa. Entonces, ¿cuál sería su interés de tenerme cautiva si no es para pedir recompensa por mi cuello?

No sacará mucho a mi familia, pero no puedo imaginarme siquiera de a qué accederían ellos con tal de encontrar el dinero necesario para poder darme la oportunidad de sobrevivir. Y si no pedirá rescate, ¿cuál será la necesidad de pagarme?

—Tú eres la mejor residente de pediatría que existe en todo París—decreta.

Le miro, volviéndome con total sorpresa.

—Le aseguro que hay gente mucho mejor que yo, señor…

—Donato. Puedes decirme Donato.

¿Me acaba de dar su nombre real o alguno ficticio? ¿Los mafiosos secuestradores tienen un alter ego? Es probable que identidades falsas, pero al menos le puedo llamar de una manera a él.

—Sí, está bien. Donato.

—Acá estamos.

Me ubica en la parte de estrás de una camioneta y abre la puerta. Es una camioneta alta, color negro con los vidrios polarizados, solo le falta llevar un cartel en todo el parabrisas delantero que diga “HOLA, AQUÍ SOMOS MAFIOSOS Y SECUESTRAMOS RESIDENTES DE PEDIATRÍA, PASAN COSAS MALAS Y POR ELLO TENEMOS LOS VIDRIOS POLARIZADOS; GRACIAS Y SALUDOS”.

Bueno, no tan así, pero tiene toda la pintusa.

Una vez que mi mirada consigue distanciarse del tipo que me aguarda en la parte de atrás del auto con un revólver apuntado directamente a mi cabeza (nunca me habían apuntado con un arma, mucho menos con dos), paso mis ojos a otra figura. Es pequeñita, se escucha que ríe a carcajadas, pero al verme asustada detiene su risita y se queda mirando fijo con sus grandes ojos azules en mi dirección. El miedo de mi parte de pronto se le contagia a ella, al parecer.

No quiero asustarla, pero…

—¿Es su hija?—le pregunto, volviéndome a quien me tiene apuntándome directamente—. Ella es, ¿verdad? De quien me habló antes.

—No—asegura.

La miro a ella y me vuelvo a él.

—Pero tiene sus mismos ojos. Y hasta juzgaría que también su boca, mire, el labio inferior es más grueso que el superior. Son idénticos.

—No es mi hija—asegura, acentuando cada una de las sílabas.

—Ya, ya. Está bien.

—Sube a la camioneta.

Mi piel se pone como la de una gallina al escuchar esa orden. Es como si todo dentro de mí se encogiera hasta quedar absolutamente diminuta, la nada misma.

—P-por favor—las palabras se encuentran todas juntas en mi lengua—. N-no, se lo ruego. D-Donato, no.

—Que subas, te dije. Y no es una opción.

Miro a la niña y pienso en qué podría pasar con ella si la dejo a solas con esta clase de hombres absolutamente peligrosos. Dios santo, tengo que salvarla, no puedo dejarla aquí con esta gente y menos si no es la hija de ese hombre.

—Sube al auto, Chiara.

Le quita el seguro al arma y el corazón me da un vuelco del miedo.

No, por favor.

—Lo haré—le confieso.

Entonces comienzo a moverme en dirección a la bebé.

El tal Donato da la vuelta a la camioneta y, una vez que llega hasta el lugar donde está su acompañante mafioso, este se baja y se dirige al lugar de conductor.

Donato queda a mi lado, aún apuntando directamente hacia mí.

El otro tipo comienza a arrancar la camioneta y salimos del aparcamiento.

—¿Dónde me llevan?—pregunto.

—A mi casa en las afueras de París.

—¿Qué? ¿Para qué?

—Para que cuides de la niña.

Al escucharle, suelto una risita y le cuento lo obvio:

—Es que yo no soy niñera.

Él me fulmina con los ojos y me encojo de inmediato.

—Lo siento, no quise molestarle, es cierto.

—Eres una pediatra importante, egresaste de la Escuela de Medicina con las mejores calificaciones.

—Solo porque necesitaba mantener mi beca y terminar mis estudios.

—Luego pasaste al programa de residencias en pediatría avalada por la mejor fundación de médicos de Francia.




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