Ocho años atrás.
—¡Ezra! ¡Ya tienes diez años! ¡Debes hacer amigos!
Aquel grito hizo que los oídos de Ezrael dolieran. Suspiró con fuerza. Estaba enojado con su madre. Le había quitado tanto sus videojuegos como sus libros todo con la intención de que saliera a socializar más allá de su única amiga Amelia.
—Los vecinos son aburridos y los hijos de la señora Kim no me caen bien —refutó—. Siempre me dicen hyung y eso es extraño…
—¡Sal a jugar! ¡Te dejé que estuvieras sólo toda la anterior semana! ¡Prometiste salir!
—No prometí nada —murmuró dándose la vuelta—. Voy a mi… —el timbre había sonado.
—¿Quién podrá ser a esta hora? —sonaba molesta.
Al abrir la puerta principal, una pareja se mostró ante ellos. Una mujer de cabello largo hasta sus rodillas junto a un hombre alto y bien parecido.
Saludaron a la madre de Ezra quien se sintió opacada por la belleza de la mujer. Se dio cuenta al instante de que había quedado mal ante ellos pues era muy probable que le hubieran escuchado gritar a su hijo. No quería tener que explicar que aún cuando lo amaba y respetaba su introversión, las llamadas del psicólogo escolar habían incrementado para preguntar por qué nunca sonreía ni pasaba con niños de su edad y la razón de que le hubiera dicho a una maestra “inutil”.
Cuando al pequeño Ezrael le ganó la curiosidad de ver quien era, sintió un aire familiar que jamás pensó recuperar. Una mujer castaña algo rubia de ojos verdes oscuros estaba allí, era una madre ejemplar, se notaba solo en verla. Aquel hombre parecía el típico hombre de negocios internacionales dedicado a su familia. No era un acierto, pero así lo sintió él.
Con educación, estiró su mano para saludarles. Parecían algo extrañados de su comportamiento pero aún así sonrieron. La mujer entonces habló:
—Mi nombre es Daniela, este es mi esposo Diego. Somos la familia que se mudó a la casa de alado, espero que nos reciban en el vecindario.
Aquella presentación arruinó la idea que Ezrael tenía acerca de ellos. Los vio como otros odiosos como la señora Kim.
—Hacer este tipo de presentaciones es inútil —dijo Ezrael—. En este país está mal visto hacer eso —sintió un pellizcó en el brazo—. Duele.
—Disculpenlo, él siempre ha tenido un complejo de hombre mayor —su madre intento evitar las malas miradas—. A veces no sé si crio un niño o un anciano.
—No, no, para nada —sonrió la otra mujer—. Nosotros también somos nuevos en esto de ser padres. Sabemos lo difícil que es criar un niño.
Abriendo un espacio entre ellos, un chico de la misma edad y altura que Ezrael apareció mirando al cielo. Parecía desconcentrado. Sonrió al saber que lo llamaban. Movió su pequeña mano en forma de saludo a Liliana.
Cuando encontró miradas con el otro chico, algo ocurrió dentro de su pecho. Su corazón latió con prisa haciéndolo sentir tan nervioso que tuvo que abrazar a su madre. No entendía la razón de que ver a alguien que no conocía lo hubiera puesto tan feliz.
Por otro lado, aunque quiso negarse, por primera vez en mucho tiempo, algo le llamaba la atención a Ezrael. Un chico castaño, tierno, bien vestido y tranquilo que abrazaba a su madre era intrigante. A esa edad la mayoría de niños se avergonzaban de sus padres. Inclusive preferían no ser vistos con ellos. Además eran sucios, gritaban demasiado y tenían demasiada energía. Por ello, se atrajeron al instante.
Cuando lo miró a los ojos y descubrió su brillo, su corazón latió de la misma manera. No eran llamativos en el sentido del color, pero estos brillaban bajo la luz del sol de forma diferente a los demás.
Valentín notó al instante que parecía no ser el único que sentía aquello en su pecho. Estiró su mano con una sonrisa.
—¿Quieres jugar conmigo?
Ezrael quería pensarlo pues, por más que le llamara la atención, salir y que su madre viera que si podía tener amigos significaba quedarse sin videojuegos. Cuando regresó a ver a su madre, ella lo empujó mientras pensaba: “Fácil, rápido y sencillo. Así se consigue un amigo”. Valentín sintió que se acercaba y para no incomodarlo, solo lo tomó de la muñeca para caminar hacia el pórtico de la casa continua. No sabía qué hacer. Olvidó todo por un minuto y se sintió nervioso.
—T-t-t…
Valentín cubrió su boca por el miedo a ser rechazado. Había tartamudeado y podía recordar el asco con el que lo veían otros niños cuando lo hacía. Ezrael, en cambio, inclinó su cabeza unos cuantos grados preguntandose lo que había ocurrido.
—¿Qué querías decir?
—T-t-u… t-t-tu… —estaba a punto de llorar.
—Solo… dilo. No importa.
Ezrael reconoció lo que pasaba de un documental que su madre vio un día y que él sólo escuchaba. Decidió esperarlo hasta que lo logró:
—Tu… tu… ¿cómo te… llamas?
Un pequeño sentimiento de confianza nació en ese momento.