Tras haberlo hecho casi cuatro veces más, Ezrael notó que la noche era cada vez más oscura. Planeaba quedarse a dormir, sin embargo, quería salir a tomar un poco de aire y traer su pijama. Decidió ir un momento a su casa. Ya eran más de las seis. Con un beso en la mejilla, recogiendo la basura e intentando ventilar un poco la habitación, se despidió.
Valentín lo miró marchar. Al escuchar la puerta principal cerrarse, abrazó una almohada con fuerza. Giró la cabeza havia un lado. Miró al peluche que le habían regalado. Había estado presente en toda la escena. Se sonrojó por ello. Estaba tan feliz que ahogó un grito en la almohada. Iba a esperar a que volviera para que lo ayudara a vestirse, sin embargo, tras cubrirse un poco con las cobijas, se quedó dormido. Entre sueños sonreía recordando todo lo que había pasado. Había sido el mejor día de su vida.
Por su lado, Ezrael al cerrar la puerta principal, se arrimó a ella para dejarse caer. Se sentó en el suelo por unos segundos sin parar de sonreír. Tapó sus ojos y mordió su labio. Aún no podía creer que logró acostarse con él. Le encantaba, no podía parar de sonreír ni de ser feliz. Se levantó cuando el frío lo recorrió dándole una advertencia de que su cuerpo seguía demasiado caliente como para mantenerse sin sudadera en aquel frío.
Al entrar a su casa, encontró a Honey bebiendo una cerveza frente al televisor. Le pareció extraño hasta que ella habló como si fuera el “hombre” de la casa. Más bien era como una mujer alfa.
—He estado en esta casa más veces de las que crees, no me mires de esa manera —se la enseñó—, ¿o es que quieres beber un poco?
—La cerveza engorda demasiado —sonrió—. Estoy bien.
—Como sea. Deja que tu madre descanse un rato. Está cansada.
—¿Te acostaste con ella? —murmuró sin pensar.
—¿Algún problema?
Ezrael no pudo responder. Ni siquiera tenía que haber preguntado eso. Sólo lo dijo como un impulso.
—¿Te acostaste con ese chico?
—¿Qué?
—Sólo estoy yendo en contra de tu pregunta para no tener que decirte. “No te metas donde no debes” de una forma más suave —suspiró sabiendo que se había sobrepasado—. Mira… lo siento, ¿si? Sólo estoy algo enojada.
—¿Enojada?
—Tu madre… yo amo a tu madre. No me importa lo que ninguno de ustedes dos piense. Pero haberla visto llorar porque por primera vez en años sintió lo que era el amor… dolió. ¿Qué tipo de mierda más le hizo tu padre como para que ahora sea así? —gruñó— Sabes qué, no, ni siquiera me importa. La cuidaré de todas formas. Tu padre era un idiota.
—¿Qué sabes de él?
Sin pensarlo demasiado, entablaron una conversación. Eran parecidos a pesar de que no se notara.
—Todo. Es obvio. Ella me cuenta todo. Ha aguantado años para sacar toda la mierda que traía en su pecho —no hubo respuesta—. Aunque sólo se pasa hablando de los dos. Son sus hijos en sí, ¿no…? No se metan en lo nuestro y no me meteré en lo suyo.
—¿Qué mierda ocurre contigo? —refunfuñó.
—... mis relaciones siempre fallan cuando hay hijos de por medio.
—¿Ah? —estaba enojado.
—Conocí a tu madre cuando estaba gritando ayuda para salvarte de ese accidente. Me quedé a su lado y la he ayudado a salir, a vestirse mejor, a estar más tranquila, a tener un psicólogo, un nutriologo, una dermatologa, ir al gimnasio, a ser más consciente de que es un ser humano con necesidades y a quererse más a sí misma. No puedes negarlo. Tampoco tienes el derecho a decirle que se separe de mí. Ninguno de los dos tiene el derecho.
Honey tenía lágrimas en los ojos. Caían por sus mejillas ensuciando su maquillaje.
—No le diríamos eso, por Dios. Es su vida.
—Lo sé —sollozó—... Lo siento, pero es la primera vez que amo tanto a alguien. Ni siquiera puedo pensar en separarme de ella y eso me asusta. Estoy asustada. Sino, ¿por qué hablaría de esto con un niño de 18 años que ni siquiera conozco?
En el momento en el que se vieron a los ojos, lo descubrieron. Estaban en la misma posición, sólo que Ezrael no se había dado cuenta de lo asustado que estaba. Estaba igual de aterrado que ella. Se sentó a su lado y suspiró.
—Es extraño —se desahogó—... Es como si ya no pudiera ser feliz sin ella. Como si la vida dejara de tener sentido si ella no está. Como si ya no pudiera vivir si no la veo.
—Asusta, ¿verdad? —murmuró Ezrael.
—Demasiado.
—¿Cómo… cómo te diste cuenta que la amabas?
—Un día me levanté y ella había pasado la noche a mi lado. Pero no fue nada sexual… Ni caliente. Ella solo durmió. Y al despertar la vi sollozando. Su dolor. Su tristeza. Todo parecía por fin dejarla en paz. La manera en la que tomó su libertad, la aceptó y la vivió, fue lo más hermoso que pudo pasarme —sonrió—... ¿Y tú? ¿Cómo lo supiste?
—Yo… no estoy seguro de nada.
—Pero quieres a esa persona.